Condado

Más allá del sonido de los cuencos

/ por  Paulina Del Castillo /

 

Múltiples tonos de café; tres sillones deslavados, una mesa de madera carcomida por el tiempo, un reloj antiguo rebarnizado y muchas sillas color caoba. En un cuarto lleno de figuras antiguas de porcelana, luz tenue, muchos cojines y un cuenco tibetano en medio de la sala, nos sentaron en el suelo en forma de espiral. Quienes querían se podían quitar los zapatos. Teníamos que cerrar los ojos y concentrarnos. Las reglas eran claras: seguir la respiración como él la iba marcando, visualizar lo que dijera y relajarse con los ojos cerrados hasta el final de la meditación.

            Según recuerdo, llegué ahí para aprender a meditar y volverlo una práctica diaria en mi vida; había comenzado a hacer yoga y le tomé un gusto que no había sentido por ningún otro ejercicio o práctica. Quería aprender a meditar para poder hacer mis prácticas sola y no depender de un profesor. El amigo que me invitó me dijo que las meditaciones se podían trabajar de diferentes formas, los martes tocaba con cuencos tibetanos. Desde hacía muchos siglos, los lamas y magos de Tíbet usaban estos cuencos para meditar e inducirse a estados profundos de relajación con el fin de sanar el cuerpo y la mente. Los sonidos que se producen son diferentes de acuerdo a cómo se maneje la baqueta dentro del cuenco, su tamaño y por supuesto el material. Originalmente están hechos de una mezcla de 7 metales; número que en muchas religiones e ideologías es considerado sagrado; son los siete días de la semana y cualquier otra significación que se nos pueda ocurrir. Los de mi guía eran de ónix blanco. Son impresionantes las vibraciones que experimenta el cuerpo, gracias a este objeto que perfectamente puede pasar por una ensaladera elegante.

            Se sentó enfrente de los cuencos, cerró los ojos, se hizo un gran silencio y empezó. La meditación es la concentración de un yo sobre un objeto, una dualidad en donde lo externo fluye con lo interno. Siempre me ha costado trabajo concentrarme, dejar a un lado la distracción de mis pensamientos. Esta vez estaba muy enfocada y por alguna extraña razón cuando lo estaba logrando, me dolió la espalda. No quise que me distrajera y me enfoqué más en el “inhala y exhala”, debía ser sólo una molestia por haber llegado tarde y tener que estar sentada en el suelo. El guía fue dando instrucciones y constantemente nos pedía que visualizáramos ciertas cosas, de las cuales sólo recuerdo una flama morada. Respiré y me seguí concentrando por media hora.

Éramos alrededor de veinte personas. La mayoría llevaba tiempo yendo y sabían que cada uno debía comentar su experiencia y lo que “había visto” al terminar la meditación. Todos empezaron a hablar, yo no supe ni que pensar. Unos habían visto reyes sentados en tronos ostentosos, otros habían hecho viajes a lugares que, de acuerdo a la descripción, eran hermosos. Unos volaron, y una señora había tenido un encuentro con un familiar muerto. Después de cada descripción, el guía les hablaba sobre sus visiones, lo que significaban; todos quedaban conformes, mientras a mí me seguían sudando las manos intentando recordar qué había visto. Por suerte, tal vez por haber llegado tarde, iba a ser la última en hablar.

            Tuve la necesidad de contarle a aquel hombre que vestía todo de blanco como forma de respeto yu confianza hacia nosotros, sobre mi dolor de espalda al respirar. Él asintió y se rió amable, pero no dijo nada. Después le dije que, a diferencia de mis demás compañeros no, había visto imágenes tan complejas o escenas muy estructuradas. Sólo me acordaba de la flama morada y de estar parada enfrente de algo naranja y amarillo, yo deducía que era un sol. Volvió a asentir. Cuando me callé, me miró, y me preguntó por un señor que inmediato supe quién era después de su descripción. Me dijo que el dolor de espalda era la manifestación de mis inquietudes, y que ese hombre me mandaba a decir que no me preocupara, que dejara de absorber problemas ajenos y que todo iba a estar bien. Que me amaba y que siempre estaba conmigo, cuidándome. No pude evitar llorar, aunque no lo hacía como otras veces; cargado de angustia y tristeza. Esta vez no era como una crisis, todo lo contrario, fue una liberación cargada de emoción y añoranza.

            Siempre te cuentan que los abuelos son tus mayores cómplices y los amores incondicionales, pero nadie te dice que también podemos ser incompatibles a ellos. Lamentaba tener a mis veinte años, a dos abuelos y no poder amarlos como se supone que debe ser; no hay odio, tampoco peleas, solo una distancia indiscutible, permanente. Jaime, mi abuelo materno, falleció el 13 de diciembre de 1995 y sin estar aquí me dio a través de un hombre con cara simpática, gestos amables y ropa blanca, más amor del que muchas personas te dan en toda una vida. La notable falta de cariño que sentía y de la que nunca me había dado cuenta, desapareció a partir de esa tarde. No fue el guía, tampoco los cuencos. Fue una introspección personal en la que decidí no dejarme afectar por ese supuesto amor que todos debemos recibir, pero que no todos tenemos, que yo no tengo. Hice conciencia sobre mi familia, amigos y esos sentimientos abandonados. Problemas de la niñez que olvidas, pero arrastras. Ya no hubo vibración, guía, compañeros o cuencos; tampoco más crisis de ansiedad, motivo principal por el cual entré a yoga y por el que me disponía a aprender a meditar.

 

 
 

*La imagen de presentación del texto fue tomada de internet. Créditos correspondientes a su autor.

 

 

 

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