Analectas

Crónica de un falso acarreado

/ por Emilio M. Tejeda/

 

 

Las circunstancias que me llevarían a acompañar a un grupo de acarreados a un mitin del PRI no son azarosas, aunque sí casuales. El amigo al que acompañaba en ese entonces tenía más curiosidad que sangre fría. Cuando le ofrecieron incluir su nombre en la nómina estatal a cambio de un esfuerzo acaso menor que el de la mayoría de los diputados (si eso es posible), prefirió dejar las aspiraciones políticas justo donde empezaron. No puedo excluirme de las tentaciones del amiguismo, pero yo también rechacé el puesto que me ofrecieron cuando regresamos de Toluca. La coyuntura entre las elecciones estatales y cumplir dieciocho años permitía tramitar la credencial de elector prematuramente. Sujetar la dichosa y recién rebautizada «INE» incluía un inesperado hálito político que llevó a que mi amigo aceptara un puesto menor en la división juvenil del partido del gobernador. Una suerte de profecía autocumplida prometía que en las próximas elecciones se extendería la hegemonía del PRI en el Estado de México, quizá por última vez.

 

       La amistad se funda en lo espontáneo. Todos en el grupo de amigos fuimos invitados a su toma de protesta en la sede del PRI en Toluca. Nadie estaba al tanto de sus incursiones políticas ni de quién lo había conectado. A pesar de la desavenencia que suelen causar las procedencias desconocidas, así como el nombre del PRI y subirse a un camión en el Estado de México, o quizá precisamente por esa razón, acepté acompañarlo. Aquel domingo en plenas vacaciones de invierno, mientras madrugaba, pensé que sólo un fervor eclesiástico podría levantar un alma. Más adelante entendería que el ánimo de las huestes priistas respondía más a la necesidad que al entusiasmo, no sin dejar de lado algo de fe. Al final, las similitudes entre la religión y el partidismo no son producto de la casualidad.

 

       Quedamos de vernos en el estacionamiento de una gasolinera. Para sumar a la sensación de que hacíamos algo ilícito, el contacto oculto detrás de la invitación resultó ser otro amigo que tiempo atrás habían expulsado de la escuela. No avanzamos mucho en el camino hasta que empezó a contar la historia de cómo lo atraparon tratando de robar un equipo de sonido. Ahora era presidente de la división juvenil municipal, y, además de llevar a su equipo a rendir protesta, tenía el trabajo de aportar un camión de acarreados. No llegó ningún otro compañero más que mi amigo, quien, por alguna abstracción de la jerarquía política, resultó ser su segundo al mando; así como tampoco llegó ningún acarreado. No me sorprendió que el amigo con el que recién me reencontraba no sólo fuera un ladrón frustrado, sino también un líder político ineficiente (tanto en las ligas menores como a gran escala, parece que uno es requisito para el otro).

 

       El privilegio de ser el único acarreado del viaje no me duró mucho. Para la encomienda de llevar a las señoras gritonas (ingrediente indispensable en todo evento político), la administración estatal del PRI había asignado un presupuesto inicial a cada municipio suficiente para tres camiones. Nuestro líder sólo había pedido uno; me imagino que le dio alas al resto del presupuesto para que partiera al paraíso de los fondos perdidos. Por un breve tramo antes de tomar la carretera, el viaje nos prometió la comodidad de tener todo el camión para nosotros tres, pero incluso la mediocridad llega a tener límites. Por desgracia, uno de ellos no fue la vergüenza o el remordimiento, sino una estrategia más para amañar el presupuesto: un municipio vecino de gran diligencia nos prestaría uno de sus camiones llenos de acarreados para que no llegáramos con las manos vacías, mientras que el conductor que nos había llevado hasta entonces regresaría a su casa y reportaría que había completado el viaje.

 

        Hicimos el cambio de camión, y luego de que el conductor colocara un letrero con el logo del PRI en el parabrisas con una naturalidad que demostraba que la afiliación siempre está a un billete de distancia nos dispusimos a tomar la carretera rumbo a Toluca. A los ojos de nuestros demás acompañantes yo no era otro acarreado, sino uno de sus benefactores, un joven político libre de las corrupciones del sistema que algún día defendería sus intereses en el gobierno: una figura idílica similar a un misionero.

 

       Mi amigo y yo íbamos sentados junto a una familia que fácilmente abarcaría cuatro generaciones gracias a la nueva bendición que iba envuelta en hondas cobijas (faltaban tan sólo unos días para Navidad). Mi otro amigo, nuestro líder municipal, iba parado mientras repartía discursos y animaba a las señoras que no tardarían mucho en responderle con piropos, bromas de doble sentido y serias reflexiones sobre el futuro de su municipio y del priismo. Ignoraban que ni siquiera éramos del mismo municipio y que la promesa de una recompensa al final no se cumpliría. No es noticia para nadie que la ineptitud política y la retórica son una pareja más fácil de encontrar que la torta y el refresco.

 

      A la mitad del camino nos detuvieron en una caseta. La imagen del PRI en el parabrisas no había bastado para proteger a nuestra procesión de los pecados: habíamos emprendido nuestra peregrinación en un arrebato de improvisación.  Lo que hasta ahora he llamado «camión» no era un autobús, sino un pesero con los primeros signos de la muerte, tanto de la máquina como de sus pasajeros: vidrios rayados, asientos sucios, un tubo de escape incontrolable y una folclórica musicalidad motora. Mi calidad de aparente evangelizador responsable me llevó a formar parte de las negociaciones con la patrulla que se nos acercó, aunque nuestro líder se encargó de arreglar todo. Nos dejaron pasar hasta que amenazó, con toda la fuerza del PRI, con hacer un paro en la carretera con nuestro camión y nuestros acarreados. En la siguiente caseta bastó con que fingiera que iba a hablar por teléfono con el líder estatal del partido, que encabezaría el evento al que íbamos, para que nos dejaran pasar. Tras nuestras victorias, nos contó cómo en otra ocasión, accidentalmente, había conseguido el gafete de uno de sus jefes, con el que lo dejaban pasar con su auto por cualquier caseta del Estado sin pagar peaje.

 

      La sede del PRI en Toluca se encuentra entre lodazales y terrenos baldíos que dan suficiente espacio para los camiones de acarreados que llegan desde los municipios más lejanos. Tardamos cerca de una hora en avanzar entre las calles repletas de la «marea roja» (como se hacían llamar los priistas en esos años en que la victoria se veía segura). Los militantes ondeaban banderas y cantaban himnos como si se tratara de un partido de futbol que se da por ganado, aunque el equipo favorito sólo juegue contra sí mismo. En la entrada del recinto, entre militantes de diferentes rangos se revisaban los bolsillos con detectores de metales.

 

      El evento principal –la toma de posesión de los nuevos dirigentes juveniles municipales y estatales– tardó otras dos o tres horas en comenzar. Mientras esperaban a que llegara el personaje central, se organizaron dinámicas en las que, parecido a la política de urnas, el criterio era el «aplausómetro»: gana el municipio que haya traído más acarreados. No hacía falta ganar el voto de nadie para la elección que sería dentro de unos meses; todos estaban completamente convencidos de que formaban parte de la marea roja. La naturaleza del acarreado es contradictoria: la reiterada negación de ser un adorno los vuelve indispensables.

 

      Mi condición intermedia de infiltrado me había privado de tener un gafete, y ni siquiera el puesto de mi amigo alcanzó para que le dieran un chaleco (insignia inconfundible, a diferencia de los estudios, de que se tiene un futuro en la política). Me mantuve al margen de las gradas que estaban reservadas para los militantes que protagonizaban la congregación, y, en solidaridad, mi amigo renunció a su privilegio. En una distracción nos perdimos la toma de protesta; estábamos a salvo.

 

      Al final del evento, logramos abrirnos paso entre la gente para tomarnos una foto con el líder juvenil más prometedor y nos escabullimos de nuestros acarreados que reclamaban enfurecidos ante la confirmada sospecha de que no recibirían la torta prometida. Para el regreso, conseguimos subirnos al camión que antes había transportado a la familia del presidente juvenil y que en algún punto pasaría por nuestro municipio. La experiencia anterior de nuestro viaje clandestino en pesero nos delató, primero, cuando nuestro líder hizo parar el autobús en plena carretera para, de alguna manera, cruzar hacia Santa Fe; fue la última vez que lo vi. Mi amigo y yo repetimos la maniobra cuando nos dimos cuenta de que el autobús se seguiría hasta un rumbo incierto; en el valle interminable del Estado de México, la distancia es sinónimo de peligro. Bajamos a la altura de la salida de la carretera y caminamos por el pasto seco junto a los autos que llegaban a casa.

 

      Mi amigo nunca alcanzó a registrarse como militante y ambos rechazamos los puestos estatales que nos ofrecieron. Meses después, la victoria del PRI en el Estado de México se tornó amarga frente a la pérdida de la presidencia. Los acarreados siguen asistiendo a los mítines, aunque es imposible saber qué bandera enarbola el camión que los transporta; el PRI también perdió las elecciones en nuestro municipio. Con suerte, quien sea que los acarree ahora los tratará mejor de lo que nosotros lo hicimos, aunque no es probable. En un país donde la necesidad sucumbe a la retórica un mínimo es que los acarreados no mueran de hambre. Hoy, la recién nacida que nos acompañaba en el pesero debería tener dos años.

 

      Cuando llegamos al final de la carretera y entramos a nuestro municipio, el establecimiento más cercano era un supermercado. En traición a nuestros acarreados, compramos algo de comer. Nos despedimos justo antes de que anocheciera; nunca supe qué tan lejos quedaba su casa. Ahora, al menos tengo la certeza de que mientras que aquí, en México, reina la noche, del otro lado del mundo, en la nueva casa de mi amigo, el sol sigue pegando igual de fuerte. La amistad se funda en lo común, no en lo simultáneo.  

 

 

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