Voluta desdibujada

About nothing

/por Alan García Ortega/

 

Hace unos días, como ya es habitual, desperté cansado a pesar de haber dormido bien. Tenía sed, me dolía la cabeza y mis ojeras estaban más marcadas que la noche anterior. Habría podido conciliar el sueño otra vez, pero el ruido en mi casa empieza desde temprano. Uno se acostumbra contra su voluntad. No, diríase más bien que se re-acostumbra. El agotamiento después de dormir era habitual cuando todavía existían las clases presenciales o cuando no estaban mezcladas con la modalidad en línea. Era, y quizá siga siendo, el estado natural de un estudiante. Por eso lo vi como un avance, sobre todo después de pasar las primeras semanas de cuarentena despertando, además de cansado, ansioso y muchas veces deprimido. Así que me levanté aquél día sin mucho esfuerzo, como si hubiera recuperado, al menos un poco y sin razón aparente, la motivación para hacer algo, lo que sea.

 

          Quedarse en casa es re-adaptarse; aceptar, o fingir que aceptamos, un cambio drástico y prolongado en nuestras circunstancias. A veces, para algunos, es fácil. Sin embargo, cuando el futuro es confuso y uno tan miedoso, todo se complica, toma tiempo encontrar un soporte. Pero lentamente, desde que empezó la pandemia, he ido adoptando una rutina de la misma forma en que se adoptan todos los hábitos: inconscientemente y más para aguantar que por gusto. Despierto, reviso los mensajes que no he contestado, me baño si no lo hice la noche anterior, bajo por café y me pongo a leer. Acciones pequeñas, sí, aunque necesarias. De no hacerlas, termino en Twitter o algún sitio de noticias y la mañana se va al carajo. El día del que hablo no fue distinto. Todo indicaba que las próximas horas pasarían con normalidad. No podía quejarme, pues en medio de una crisis, algo común y repetitivo es casi un logro. Cosa rara, estaba de buen humor. Por primera vez en mucho tiempo, no me asustaba la idea de no tener nada que hacer.

         

         Decidí, pues, ver un sitcom. Quería reírme no con la intención de sentirme mejor, sino para continuar el bienestar, como una actividad en vez de un remedio, y Blackadder prometía ser una buena opción. Si bien es considerada un clásico, la tengo en mis pendientes desde del año pasado. Recordé haber encontrado el primer capítulo en YouTube, pero ya lo habían eliminado, así que terminé Dailymotion. Me di cuenta de que estaba haciendo algo ilegal, desesperado incluso, aunque no necesariamente ilícito. Después de todo, es difícil conseguir producciones así fuera del Reino Unido.  

         

          A la mitad del capítulo supe que no era lo que buscaba. No me disgustó, al contrario; sólo prefería reírme de cosas más “realistas”, terminar con esa mueca donde se confunden el placer y la angustia. Consideré Peep Show, ver a Mark casándose con una mujer que ya no amaba, pero esa era mi rutina antes de la pandemia y no tenía ganas de anacronismos. Opté por The Inbetweeners, otro en mi lista y que también había dejado tras el primer episodio. Entonces no quería leer subtítulos; sin embargo, tampoco estaba listo para el acento lad de los actores. Ahora mi oído había mejorado, así que decidí intentarlo otra vez.

 

          Dio la una y me di cuenta de que todo lo anterior había sido una encrucijada, pérdida de tiempo para empezar a tomar sin parecer un alcohólico. Bajé por una cerveza –ya sin sentirme culpable, pues ya no había riesgo de escasez–, regresé a mi cuarto y empecé a ver la serie. Durante los primeros minutos me costó entender lo que decían, pero me acostumbré rápidamente. Al hacerlo, comencé a reírme. No porque la estupidez de los personajes se parecía a la mía, ni pensando que ese momento era un paliativo, sólo a reírme, como no lo había hecho en varias semanas. Me involucré emocionalmente y me sentí despreocupado.

 

        Recordé, entonces, un comentario que vi en un clip de Seinfeld. Decía que ese programa es como un hogar, aunque el usuario no sabía bien por qué, y creo que eso aplica para todo sitcom. La conexión que tenemos hacia ellos es diferente a la que tenemos hacia una producción dramática; es más amistosa, casi inocente. Y también está su fórmula: un lugar común que se mantiene por tres, cuatro, nueve temporadas. Todo es sencillo, estable, repetitivo, un soporte. Y sólo a eso, tanto en cuarentena como en la normalidad, podemos llamarlo un hogar.  

 

 

 

 

 

 

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