Analectas

Safa

/ por Víctor Hugo Martínez/

 
 

‘Descubrí mi don en Barcelona cuando aún era acompañante de lujo, con una cartera selecta de clientes y la bolsa siempre hinchada de euros. Era el diamante negro que se contoneaba con exquisitez por el Eixample y que, alucinada y deliciosamente envilecida por los privilegios que otorgaba ser la soberana de las putas, despreciaba a las otras negras que acorralaban a los turistas en las ramblas. Aun así, siendo la reina del placer en Barcelona, no me daba el lujo de ausentarme los viernes y sábados del club. Una se convierte poco a poco en un buitre ambicioso y aunque en la calle no me rebajaba tanto como las rambleras, en privado y con los ricos siempre acababa haciendo cosas peores. Solo por aspirar de vez en cuando, desde mi rincón, la sabrosa pestilencia del poder, y el Éxtasis, frecuentado por políticos, turistas intelectuales y esnobs, era el lugar adecuado para ello. Dinero, lujos y mucho vicio. Y ahora Empuriabrava, la Venecia catalana, tan llena de millonarias momias nórdicas, tan lejos del vigor de esa Barcelona de los Erasmus en patines, de todos esos guiris embutidos en diminutos trajes de baño, de todos esos conejitos que saltan alegres por la playa tomándose selfies. Una energía tan ajena a este local miserable, supuestamente el mejor de la zona, un mausoleo a años luz del Éxtasis, una cripta con goteras, humedad y olor a decrepitud, donde ningún cliente sabe qué es el Instagram. Aquí no hay dinero ni privilegios para las de lujo. Además, siendo honesta, ya no soy aquel afilado diamante capaz de degollar a un matrimonio en una hora o de urdir telarañas en la cabeza de algún diputado catalán para poner de culo al Parlamento. Pero sobre todo, las razones que me obligan a seguir en este arte ya no son las mismas. Ni la atávica fantasía del ascenso de clase, ni la frivolidad de los pequeños vicios. No. Para que lo sepas, jamás había pasado la noche con un negro. Tú eres el primero. Uno, porque los negros son pobres. Dos, porque en el primer mundo, negro no coge negro. A los negros les gustan las blancas mantecosas porque encarnan la abundancia y el latiguito que añoran sus cerebros masoquistas. Me dices que eres albañil y compatriota, también de M’Banza Kongo, y por eso, en un principio, antes de haberte visto bien, de haberte paladeado con los ojos, me pareció raro que me hubieras preferido sobre una alemana o una francesa sebosa. Pongamos, sobre la Anaïs. Pero también sé que te atraje cuando me viste, pues sentí pronto la violencia de tu mirada y luego supe que vendrías conmigo, que nos trabaríamos como animales, hasta quedar temblando y en silencio, y que luego te gustaría acostarte a escucharme, y a mí, la verdad, no me molesta tanto tu presencia.

   Cuando se me reveló mi don debió de haber sido un viernes de quincena porque el Éxtasis era un hervidero de auténticas y sobre todo, de apócrifas ratas de biblioteca, de intelectuales de escaparate; criaturas más viciosas que los clientes de otros clubs. Me senté en un lugar próximo a los baños, con dos finas bestias inglesas que no sabían ni cómo encajarme bien los dedos. Yo, como siempre, les sonreía como retrasada y comenzaba a pedir “bebida de dama de noche”, agua con jarabe, y escuchaba su repugnante wawawá para poder mover la boca de vez en cuando y seguir el hilo de sus reflexiones: Que las corridas de toro, que el flamenco y la paella, que el pan con tomate y el aceite eran la verdadera manifestación del espíritu artístico en Cataluña. Con esas palabras. Yo aprobaba con seriedad y admiración todos sus juicios, con unas gotas de orina mojándoles los dedos. Todavía me gusta dármelas de salvaje ilustrada entre esos animales. Una salvaje ilustrada incorregible, un cerebro desafiante y silvestre, y en aquellos tiempos presumía de mis horas de bibliotecas públicas y de debates literarios con la Romina, que en realidad no se llamaba Romina sino Lucky y era de Nigeria. Éramos dos bellas obsidianas en el Éxtasis, ambas expertas en literatura francesa.

   Les estaba destripando las carteras a los eruditos cuando lo vi sentado en una mesa al fondo. Miope, calvo y color salmón, con una verruga brujil en la nariz, garabateaba algo en una libretita y sorbía una cuba libre con una angustia que, sorprendentemente, parecía no ser postiza. Desde la muerte de Bolaño, los clientes en el Éxtasis iban a escribir y a aceitar la cavernaria máquina del escritor maldito. Conocía de memoria a todos los feligreses que actuaban el manoseado papel del artista borracho, del enfant terrible o enfermo, que no iban al club para matar el tiempo o para calmar el vicio. Que iban ahí para que los vieran representar su papel de gusanos adictos, de larvas sufrientes. Barcelona era ideal para estos artistas de aparador. Recuerdo que el raval estaba lleno de esos talentos de boutique, de toda esa vanguardia de patineta y MACBA; de todos esos genios que se tatuaban como Justin Bieber y que posaban como Cristiano Ronaldo, con una lata de cerveza light junto a la patineta, dándoles croquetitas a sus caniches y hablando del gran gesto político de un profesor de estudios culturales, que a principios del año 2000 defendió una de tesis del “muévelo muévelo, qué sabroso” de El General , tesis que sería la puerta de entrada del reguetón a la academia; de esos darks vegetarianos que por cuestiones de ética política jamás entrarían a un concierto con los burgueses del Palau de la Música pero que no tendrían ningún problema en comprar sus discos de rock gótico en el corte inglés o camisetas de brujas y diablos en las transnacionales de boutiques esotéricas. Yo misma era una escort conceptual y mi oficio era un maravilloso happening en el que mi griego, mi francés y mi célebre beso negro eran gestos que desafiaban el poder del patriarcado y mis espumeantes squirts , intervenciones que me empoderaban dentro de un novedoso y arriesgado performance. Pero desde mi revelación abandoné el arte para dedicarme a la medicina espiritual.

   Me llamó la atención que en los hielos del vaso del hombre salmón se desdoblara una culebrita roja que él parecía no haber visto. Supe luego que aquellos garabatos que escribía en la libreta eran su testamento literario y que la culebra roja era su muerte. Se irguió diminuta y escarlata sobre los hielos, volteó su cabecita y me congeló con la mirada e inmediatamente comencé a irme muy lejos sin moverme de mi silla, y luego de un parpadeo volví los ojos hacia el vaso, pero ya no había ni vaso ni hielo, solo la cabeza de una enorme coralillo mirándome a los ojos y la Nganga cargada y poderosa detrás de ella, sobre la tierra suelta, el polvadero de siempre, los animales ya destazados en la ofrenda y las firmas a un lado, la choza de mi infancia y la cara negra de un niño que me miraba desde el bullicio con la mirada idiota de los enamorados. Al fondo siempre la ceiba, el linaje de todos mis muertos, la verga majestuosa del Exu y sus dos cabezas, mi jánica y burlona deidad y el repiqueteo embriagante de los tambores, ese diabólico toque barravento que obligaba al baile, la festiva liturgia que invitaba al vicio, al placer y al disfrute del cuerpo sin culpa. Y era una deliciosa trasgresión al tedio, una orgía magnífica escuchar ese golpeteo feroz del tambor en un oído, y en el otro, la música del soberbio Yimbila; dos sonidos que dividían el goce en mi mente, con una paradójica y extraña claridad que me hacía comprender siempre la grandeza de Nzambi quien, a través de las voces de todos mis Mpungu, como a Dante, me conducía dentro de la selva oscura ( la de los negros), y aquellos Mpungus virgilianos, a pesar de no entender nada de instalaciones y performances, me hablaban cosas bellas, de alto nivel espiritual y dialogaban, multilingües, en congo, yoruba y bantú con los Nfumbes, quienes ejecutaban al pie de la letra mis órdenes. Estaba gozando con mis espectros, cuando de pronto escuché a lo lejos en mi oído izquierdo, la voz de Rubén Blades contando que por la esquina del viejo barrio lo vio pasar, con el tumbao que tienen los guapos al caminar y de inmediato vino una alternancia de Benny Moré, Tito Puente y Celia cantando también en congo, yoruba y bantú y más tarde, también a lo lejos y muy indignados en mi oído derecho, oí a los brasileños quejarse de que, como siempre, por esa lengua que había sido una bendición y una desgracia, los querían dejar fuera, y heridos en su orgullo, comenzaron a repicar con furia y soberbia, los ritmos que parecían tampoco pertenecer a este mundo: Pasaron por Pixinguinha, Vinicius, Gal Costa, Bethania, Toquinho, Gil y Veloso y cuando comenzó Martinho da Vila, vi que en los hielos del vaso la culebra movió la colita al ritmo de la samba, y al enterarse de esto, los caribeños, ofendidos e indignados, contestaron con toda la maldad de su ritmo, con todo el diabólico ashé y así comenzó un diálogo-orgía musical perverso, en el que la coralillo meneaba extasiada la colita y rumbeaba confundida entre la samba, la salsa, el son y el guaguancó ¿Y qué era todo eso? Una medicina para el alma, gritó Héctor Lavoe y la culebra movió la cabeza con desaprobación, como diciendo piíinga, esta negra es muy lenta, y luego regresó a su fiesta sobre los hielos.

   En la mesa seguían filosofando las bestias inglesas, que evidentemente eran los chanchos para la ofrenda a mi Orixá, y la Romina no era la Romina ni la Lucky de Nigeria, era pura materia, era caballo, como dicen, y no le bailaba sensualmente en el tubo de la pista a las ratas; traía montado a Exu, y esto la verdad es que fue algo aterrador para todos los del Éxtasis, incluso también algo para mí, que tantas veces lo había visto en mi infancia, donde era una alegría siempre recibirlo con mi gente en la aldea. Y yo miraba mis manos y no traía las pulseras carísimas que había comprado en Passeig de Gracia para mostrarle a la Anaïs que las negras también tenemos buen gusto. Pero las veía y no eran mis manos, las manos de una mujer de 40 sino las de una niña de 12, miradas con embeleso por los ojos de un niño negro entre la muchedumbre. Manos con manchitas blancas que nunca se quitaban y que mi madre untaba con miel cuando llegaba un enfermo a nuestra choza. Manos de niña vestida de rojo y de negro como la Romina en aquel momento, que en esa ocasión del Éxtasis no era nada sensual, ni atractiva, sino aterradora, fumando tabaco, bebiendo directo de las botellas de ron y aguardiente y aventando el humo y escupiendo a quienes hablaba con voz rasposa y cara desfigurada, con una risa que daba miedo a todo el Éxtasis y que a mi gente en la Aldea siempre daba confianza y gusto de oír, y yo niña de 12 y mujer de 40 bailaba en dos lugares, en dos planos distintos al mismo tiempo. Y la coralillo siseando 1, 2,3… con ritmo, negra. Baile sensual, cantaba, atraía, y curaba con mis manos a la gente de la aldea, honraba a Pambu Njila, quien aconsejaba, las manos para abajo, las manos para arriba, con movimiento sexy, con movimiento sexy, con movimiento de cadera fabuloso consolaba y sanaba a través de mi cuerpo a los enfermos, a los embrujados y a los condenados a muerte por maldición. Y sentía siempre la mirada embriagada de ese niño entre la muchedumbre. Canta canta minha gente, deixa a tristeza para lá, canta forte, canta alto, que a vida vai melhorar . Y en el Éxtasis éramos también Exu y Pambu Njila, La Romina y yo, la Lucky y la Safa pura materia, pura carne para los hombres. Safa me puso mi madre cuando le dijo una vieja del pueblo que yo había nacido pura. A Safa la monta Pambu Njila y su deber es curar a los hombres. Una realidad que negué, un destino al que me opuse y un recuerdo que quedó atascado en mi mente desde que salí de mi aldea y llegué a Barcelona a hacer dinero, a educarme y a hacer arte y no ser solo una curandera de pueblo. Todo eso lo había olvidado y me había dedicado a comprar zapatos y a borrar mi pasado negro, pero la maldita culebra rumbera y el hombre color salmón me lo recordaron y de algún modo, me obligaron a regresar a mi camino.

   Cuando uno de mis clientes dice que las cosas se ven de manera distinta, que uno encuentra la paz, que uno se vuelve generoso, ético y espiritual después de aventar la leche, les creo absolutamente, sé que no mienten, semen retentum venenum est , como dijo el clásico. Que después de arrojar el veneno uno es otra persona, pero esto dura sólo un momento, después el veneno regresa y todo vuelve a ser igual. Todo esto lo sé porque conozco la naturaleza de los hombres y porque leo. Sí, soy una escort ilustrada de verdad. Soy un desafío para la sociología. Pero lo importante es también decir que, aunque así parezca, el hombre no se cura sólo arrojando el veneno lechoso como si se destripara un barro y brotara la pus. Ahora viene la parte cursi y didáctica: El hombre se cura dejando de maquillar el dolor con el placer, evitando cubrir su barranco espiritual con el vicio. Esto es, que sana cuando respeta la naturaleza femenina, que comienza a curarse cuando venera a la mujer. Eso viene a enseñar Pambu Njila cuando me monta; una maestra que da cátedra de ética a través de mi cuerpo y que castiga de distintos modos, incluso con la muerte, al hombre a quien le falta al respeto.

   Me llevé al salmón al cuarto, pero no me tocó. Hablamos y hablamos durante casi una hora, como con muchos hombres a quienes les gusta solo hablar con las putas. Hombres solos. Pero con él hablamos de otras cosas ¿De qué pudieron haber hablado? te preguntarás. Hablamos de la Sonata a Kreuztzer, el tema favorito de Lucky y el mío. Le pregunté a este hombre que en verdad parecía leer y haberse leído a todos los rusos, qué pensaba del discurso de Pózdnyshev, quien confiesa a todos en el tren haber matado a su mujer. Una obra, que al menos a Lucky y a mí nos confundía, nos repugnaba y apasionaba a la vez. Nos parecía tan moderna y tan progre y al mismo tiempo, tan conservadora y criminal, con la defensa sectaria del feminismo, de un feminismo particular, con las razones de la inconveniencia de la reproducción humana, con todo su wawawá espiritual y mojigato sobre las relaciones sexuales, pero a la vez con una ética tan moderna y anarquista, según Lucky. Todos esos escritores rusos en el fondo son unos asesinos, decía el Salmón cayéndose de borracho, y eso es lo que los aleja del panteón de los grandes narradores catalanes. Toda buena literatura hace evidente su postura política marxista; toda buena narrativa debe acercarse al panfleto marxista o por lo menos al “realismo más real”, nos daba cátedra el salmón a Lucky y a mí.

   Y cuando terminamos de hablar de Tolstoi y de su sonata, el salmón nos dijo que esa noche se iba a colgar del pescuezo. Le dije que ya lo sabía y que era buena idea pero que no lo hiciera dentro del Éxtasis. Le dije que lo sabía porque la culebra, después de sus pasos de baile, y todavía medio aturdida sobre los hielos me lo había siseado. En un aparte, sin que la oyeran los caribeños, había comenzado su sonidito asqueroso ssss, ssss, vaca profana, sscucha. Vaca profana, me dijo la maldita, vaca profana, ssscucha, y mientras me contaba las intenciones del salmón yo me daba cuenta que toda la conversación con la culebra y mis conocimientos del ritual eran tan claros, naturales y todo tan sencillo, como si hubiera hecho aquello toda la vida, como si no hubieran pasado tantos años y fuera la misma niña que curaba en la aldea.

   Le dije que antes de que se colgara le haría un regalo. No me lo cogí evidentemente. Le presenté a Pambu Njila y ella hablo dentro de mí y fue una madre que le dio consuelo y lo orientó y le salvó la vida. Desde entonces el hombre con cara de bruja es mi amigo; dice que pudo volver a escribir y me dice hermana Safa, te honro y te respeto porque sin ti estaría muerto, y lo demás es una historia larga y vergonzosa que queda para otra ocasión.

   Y como te cuento, fue la culebra la que me propuso cantando que me moviera de ese sitio que nunca fue para mí. Vaca de divinas Deussa de assombrosas tetas, nao mais Orchata de Chufa si us plau, nao mais ramblas do planeta, tetas , y entonces tomé mi maleta, salí de Barcelona y me vine para Empuriabrava. Y aquí estamos acostados tú y yo, una negra y un negro acabando de coger, un cuadro surrealista para las escorts de acá, pero no tanto para mí, pues te conozco bien, tú eres el niño de rostro embriagado de la aldea, tú eres el negrinho al que le habían arreglado la boda con la curandera y al que todo el pueblo le retiró la palabra, al que consideraron más muerto que un Nfumbe porque la mujer se le escapó al otro continente. Tú eres la bestia inflada de odio que viste algunas veces a tu mujer en la choza y que jamás has olvidado la magia de esa piel oscura y brillante, como el bello pelaje de un gato, sus pestañas enormes y narcotizantes y esas diminutas manos con manchas blancas y untadas con miel. Negro infectado de rabia, si no crees poder curarte, si no quieres oír a Pambu Njila te ofrezco este cuello umbroso, así dije, cuello umbroso, para que lo traspases con hierro como lo habías planeado desde que saliste de nuestra aldea esa mañana, todavía borracho y con el cuchillo bien afilado escondido entre la ropa de la maleta’, dijo Safa que así encaró al negro y luego dejó de hablar, miró al reloj, me besó y me echó de la cama, diciendo que no había más tiempo, que otro día me acabaría de contar cómo terminó todo.

   Cuando cerré la puerta del local pensé que tal vez podría omitirse la parte ridícula de la culebra y que la cosa podría titularse “La sonata a Exu”, o más bien “El batuque a Exu” o el “El tambor a Exu” y que finalmente, todo podría contarse también desde la perspectiva del africano despechado, desde el lugar en el que pudo haber quedado su cuerpo.

 

 

 

*Foto tomada de internet. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

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