Condado

Punto ciego

/ por Carla de la Hidalga /

 

Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres.

Adolfo Bioy Casares

Lo contacté por sugerencia. Mi psicóloga de entonces me recomendó, como parte del trabajo terapéutico, conocer a Édgar. Fue casi como una cita a ciegas. Aún pienso que, en gran medida, la naturaleza del acercamiento determinó nuestra relación. El proceso para contactarlo fue así: directorio telefónico de la Sección Amarilla, buscar su nombre, no encontrarlo, reconocer el de su hermano, llamar, “Hola, soy Carla, hija de Édgar. La verdad no estoy segura si eres su hermano. ¿Lo conoces? ¿Me puedes dar su teléfono?”, recibir los datos, enviárselos a mi psicóloga y esperar la fecha acordada.

     El encuentro fue breve. Yo de espaldas a la puerta buscando, en una ventana que daba a una pared despostillada, el ángulo donde la luz no reflejara en el cristal: el punto que no me impidiera ver lo que pasaba detrás. De fondo, una voz femenina que en ese momento importó poco que fuera la de mi psicóloga: “Carla, te presento a tu papá. Édgar, ella es Carla, tu hija.”

     Con los espejos podemos observarnos casi en nuestra totalidad. Creemos conocernos en él. Pero existen espacios donde la vista no llega. Cuando nos vemos a través de alguien o bien con la ayuda del reflejo, logramos una percepción casi completa de nosotros. Sin duda Édgar y yo nos exploramos. Claro que nos miramos y, en ocasiones, nos contemplamos. Sólo faltó algo: considerarnos.

     La primera vez, en el consultorio, estuvimos de pie uno frente al otro. Cada quien permaneció con los brazos cruzados. El silencio era interrumpido por exhalaciones de queja, ansia o lamento; tal vez cansancio. Los cuerpos se pendían de un lado a otro. Se irguió estirando un poco el cuello y, con la mano en la frente, dijo: “Esto es raro. Además tienes mis ojos”. Siempre me sentí idéntica a mi madre. Pero como si en ese momento hubiésemos intercambiado campos de visión o formas de entender las cosas, me di cuenta que tenía razón: Vestíamos sendas playeras de la selección argentina.

    Sé que más o menos a mis 3 años jugaba con los espejos de mi mamá. Ella se sentaba a los pies de la cama para arreglarse frente al peinador y yo, en la puerta de su recámara, la dejaba detrás de mí para observarla de reojo con ayuda de un espejo de mano. El buró café cubierto por una carpeta tejida. Sobre ésta una lámpara dorada de luz cálida. Reubicar el espejo: ella. Luego la cama destendida, una cobija verde con estampado de patrones, y nuevamente ella. Zapatos de tacón, medias, falda arriba de la rodilla. El techo cuarteado, algunas telarañas en las esquinas del cuarto y de regreso. Intentaba perseguirla lo más que podía. A veces, si se alejaba demasiado y no encontraba la forma de seguir vigilando su reflejo, sentía miedo. Desaparecía y el espejo quedaba inservible. Jamás me volteaba. Estar en la entrada me daba la certeza de que no se había escapado, que seguía conmigo en algún punto ciego. Los espejos no funcionaban como un instrumento para verme, sino para sentir seguridad sobre los otros.

   El miedo y la intriga que suelen causar los espejos radica en su capacidad de multiplicar imágenes. Replican realidades, insinúan que la unidad puede ser dualidad y que, del otro lado, existe un arquetipo al que podemos contemplar pero no acercarnos. Algunas veces producen la sensación de acompañamiento; otras la ausencia de soledad espanta pues el reflejo permanece aun cuando no miras hacia éste.

     La mayor parte de las veces, la dinámica consumista de la producción audiovisual masiva recae sobre los actores. Como representantes, figuras que le dan vida a la historia, la publicidad utilizada para promover series y películas suele convertirlos en un tipo de producto en sí, oscilando entre medio de ventas y objeto de venta.

   Un día Édgar y yo salimos a comer. Sentados noté que en cada mordida a su hamburguesa, la volteaba. Es decir, una vez en el aire, pero sosteniéndola con los dos pulgares sobre la tapa, la invertía, haciendo que la parte superior del pan quedara mirando al plato. En esa posición la acercaba a su boca. Qué raro es, pensé. Luego sentí una incomodidad tremenda en mis manos. Estaba deteniendo la hamburguesa boca abajo.

     Los espejos invierten, el lado izquierdo se vuelve el derecho. Cuando me observé a través de él, la alteración de mi silueta fue mayor: lo femenino aquí era masculino allá. Lo diestro, zurdo. La hija era, del otro lado, padre de dos hijos mayores que ella; además, cargaba con el miedo de hacer una aclaración y ofrecer una gran disculpa a su esposa actual por un desliz de hace 20 años. Reconocerse en su reflejo y aceptar la réplica, el error que perdura aun sin verlo directamente. Tal vez fue demasiado grande el problema a encarar.

    Uno de mis temores es verme en el espejo desde los ojos de Édgar, que un día despierte y esté en contra de reconocer mi silueta en el espejo. Peor aún: que sepa que soy yo, producto mío, pero que sea tal la responsabilidad de aceptarme que mejor decida irme, no sólo del alcance de mis ojos: de mi cuarto, de mi recuerdo.

   Ahora no tenía 3 años al sentir miedo por no encontrarlo a través de mi espejo de mano. Ya sea porque fue Édgar quien se había puesto en mi punto ciego o porque simplemente él sí había podido salirse de la recámara. La antigua certeza de seguir escuchando a mi mamá en el cuarto aun sin verla, no existía con él. Me levanté del suelo y volteé. El cuarto estaba vacío. Observé mi reflejo en el peinador y sólo vi dos espejos enfrentados: la ausencia de mi función y la repetición de un error al infinito.

 

 
 

Ilustración: Ying Yang por Spinelli Tester. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

 

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