Condado

Mandado sin pregón

/ por Jimena Germán Blanco /

 

“No tardará mucho en que los edificios de la ciudad avancen en línea de tiradores

y vengan a enseñorearse del terreno, dejando entre los más adelantados y

las primeras chabolas apenas una franja estrecha, una nueva tierra de nadie,

que permanecerá así mientras no llegue el momento de pasar a la tercera fase.”
J. Saramago

.

En las casetas de entrada, lejos de registrar a los visitantes con protocolo casi aduanero como medida de seguridad, los “polis” se limitan a cumplir la tarea de escanear una identificación oficial, levantar la pluma y, si el ánimo o los modales del conductor lo solicitan, responder al saludo. En vano están las múltiples casetas que adentro dividen una zona de la otra: el protocolo es el mismo y ello no ha evitado narcoescándalos dentro del complejo.

Ya dentro, me siento como una usuaria hipotética más entre los árboles, calles y muros virtuales de un render. Diseños tan perfectos que parecen ilusorios. Aunque el lugar ya no es novedoso, no dejo de quedar pasmada ante el brutal crecimiento arquitectónico y micro-urbanístico de Lomas de Angelópolis. No me sorprendería si el color que adereza los jardines con cascadas y fuentes fuera de flores artificiales. Aquí todo es ornamento no porque nada sirva, sino porque todo adorna. Ya sea en el apogeo del calor bochornoso o en temporada de diluvios, siempre sobran palmeras a la Beverly Hills en los jardines recreativos y faltan en las banquetas sobre las que albañiles y trabajadoras domésticas caminan empapados en agua o sudor hacia la parada del camión.

En este espacio planeado con minuciosidad wes-andersaniana no sé si creer que no se podía llegar más lejos, o lo contrario: que no hay límites para sus “innovaciones”. Es difícil percibir si el complejo opera emancipado del “mundo real”, si se ha vuelto parte del mismo o incluso si existe tal cosa. La separación de dos mundos se vuelve tangible y a la vez etérea. Me he preguntado más de una vez qué necesidad me haría rebasar la frontera que lo divide del exterior para poder cubrirla. Dentro de la rutina promedio, la respuesta es que ninguna. Porque de un cercado all inclusive ataviado con esculturas de artistas reconocidos y jardines pulcros, salir sería un capricho, no una necesidad. Todo está, casi literalmente, a la vuelta de una esquina donde nada apesta y nada estorba.

Aquí no hay camioneros impertinentes ni humo negro de vehículos viejos y sobrepoblados: los autobuses no cruzan la caseta de entrada. Aquí no hay ambulantes, mazapanes de a 3 por 10 ni le doy una limpiadita ahí me lo pasa luego. Tampoco malabaristas, escupefuegos ni repartidores de publicidad barata. No hay circo de semáforo, sino calles despejadas para acceder a las viviendas con las que los residentes tienen garantizada “La vida como debe ser”. En un proyecto que rebasa por mucho la idea de lo residencial ofreciendo “una comunidad planeada y diseñada con sentido” basada en un “enfoque sustentable (…) y humano” para un ambiente “natural y seguro” rodeado de restaurantes canchas guarderías bares gimnasios tiendas y escuelas, habría que replantear el concepto de natural (y muchos otros) si quisiéramos evitar el riesgo de que sus campañas resulten más satíricas que publicitarias a la hora de ser sometidas al mínimo análisis, pero también reparar en que la inexistencia de tal sometimiento ha logrado que más de la mitad de su oferta inmobiliaria esté vendida.

Y ello tiene que ver con la manera en que el proyecto se hay visto permeado por manifestaciones culturales contemporáneas que acompañan sus principios sociales, estéticos y económicos. Dentro de estas doscientas y tantas hectáreas de artificialidad exclusiva, de cierto paraíso hermético, se ha adoptado la tendencia a cernir lo popular para su incorporación a la rutina de élites convirtiéndose en una democratización quimérica, en la asimilación reconstruida de lo ajeno para el consuelo y la comodidad de quienes lo adoptan. Me parece que el fenómeno excede la fusión musical para cumbieros de clóset. No es un caso más de Ángeles Azules con orquesta sinfónica: más bien tortas de tamal gluten-free no ambulantes y garnachas fritas con aceite de olivo en comal de teflón.

En la entrada, el único puesto donde venden flores; en realidad orquídeas y una que otra maceta con cactus miniatura. Por ningún pasillo huele a cazo con manteca quemada. No se ven espejos de sangre en el suelo, escurrida del cuerpo de un cerdo sin cabeza colgado de un gancho. Mucho menos la sonriente cabeza del cerdo custodiando al carnicero mientras aplana bisteces. Los pollos muertos, en filita y boca abajo, tampoco existen: pura pechuga empaquetada.

Pero sí venden barbacoa, “Barbacoa contemporánea”, dice el anuncio. Desconozco el término o la innovación de la receta, yo nomás he comido en mixiote y de hoyo. No hay zona con hedor a puerto, ni la mirada fija de un ejército de huachinangos sin vida. Apenas un refrigerador cubierto con plástico para evitar que el olor se expanda y un pizarrón con los precios de filetes sin espinas. En los pasillos no hay mujeres ofreciendo quelites, epazote y té limón. O granada y nuez de castilla en temporada de chiles en nogada. Por primera vez extraño la repugnancia del pápalo. Hay local de cemitas, pero huele a gel antibacterial. No hay tortillas de mano y la limpieza en el puesto de carnitas ahuyenta el antojo. No estornudo junto a costales de chiles secos porque no los hay. Los huacales de plástico quitan frescura: no están esas pirámides de mangos y chayotes con espinas. No hay sobrepoblación de papayas y jitomates. No hay torres de nada. No hay cartulinas fluorescentes con el precio del aguacate.

Como servicios adicionales, en el segundo piso encuentras una “boutique de reparación” y servicio técnico de Apple. Se dan tickets, y en algunos puestos aceptan visa y mastercard. Coca-cola está presente en los refris o cartas de bebidas, no en el respaldo de las sillas o en las mesas de plástico. En realidad, hay pocas sillas y ni una mesa: casi todo es para llevar, señito. Pero no hay señitos ni seños ni güeras. Ni lléveles ni de a cuánto el kilo. No hay gritos. La gente compra el mandado en silencio. La poca gente, porque tampoco hay multitud y es fácil caminar y no se debe tener cuidado con pisar alguna mercancía o tropezar con un costal de frijoles bayos.

Aquí falta caos, y eso cumple las expectativas. El súper ya no es suficiente. Ante el éxito de lo “orgánico” y lo “natural”, el cliente siente apoyar el comercio local en un espacio impecable, estilizado y mudo. A estos pasillos les faltan demasiadas cosas para consagrarse como mercado. Y faltan porque aluden a él, sin pretender serlo en verdad, a través de su estructura arquitectónica. Es su diseño y distribución espacial lo que resulta engañoso. Esto no es un mercado. Tiene más etiquetas que sabores y un hedor a popurrí de fragancias finas: huele a duty free. El abandono de grandes almacenes con una sola firma frente al éxito del aglutinamiento de pymes y microempresarios responde a la dinámica de un escenario que evita interactuar con sus opuestos, que precisamente aísla a sus usuarios de la contaminación cultural que esos opuestos suponen.

Lomas de Angelópolis es una especie de cautiverio voluntario que sustituye la privación de libertad por la exagerada privatización de su ejercicio. Y no es que dude del sazón de la señora en la pozolería del Sonata Market, es que comer en un mercado mexicano sin escándalo y mugre parece tan ajeno como los clientes de este lugar deben de sentirse al estar cerca del pregón de las marchantas.

 
 

*Foto de Jimena German Blanco

 

 

 

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