Contraplano

Cómprame un revolver

/ por Héctor Justino Hernández/

 

Una niña camina despacio en medio de una masacre. El suelo polvoso nos indica que se encuentra en un desierto turbio. Está sola y desorientada. La cámara, nuestro narrador, mira desde arriba, los cadáveres no son tal: la gente de la noche anterior se ha convertido en dibujos ensangrentados. Esta escena se quedó impresa en mi memoria mucho después de que las luces se encendieron; luego, me llevó a la reflexión y la duda.

 

      Cómprame un revólver (2018), del director guatemalteco Julio Hernández Cordón, presenta un argumento, por demás, interesante. En un país dominado por el narco (podemos inferir que es México), donde las leyes no existen y gobiernan los más fuertes, vive una niña llamada Huck (Matilde Hernández), con su padre (Mariano Sosa), músico y adicto, quien además es cuidador de un campo de béisbol. Huck debe ocultar su identidad con una máscara, porque en el lugar donde viven las mujeres están siendo exterminadas: la mayoría por el crimen organizado. Un error conduce a la niña y a su padre hasta la boca del lobo: una fiesta dantesca, plagada de música y luces estridentes, en medio del desierto, en la que el padre de Huck debe tocar. De manera inesperada ocurre un enfrentamiento armado y ambos se separan. Huck, entonces, debe hacer lo posible por reunirse.

 

      El director ratifica un estilo personal, visualmente poderoso, que ya se perfilaba en sus otras películas. En Polvo (2012), o en Te prometo anarquía (2015), se observa un gusto por retratar la importancia de las relaciones, ya sea de un hijo con su padre, de dos adolescentes que descubren su sexualidad, o, como en este caso, de un padre y su hija. Relaciones que son puestas a prueba por alguna fuerza inexorable: destino o casualidad.

 

       La imprecisión en cuanto al tiempo y el lugar, el implemento de objetos y elementos estéticos con una traza particular (óxido, autos blindados similares a tanques, escasez de recursos) y la idea de un mundo en desorden, en otras latitudes y bajo otras circunstancias, me llevaría a hablar de películas post-apocalípticas, a la manera de Mad Max 2: El guerrero de la carretera (George Miller, 1981). Sin embargo, esta idea no daría cuenta cabal del desasosiego que provoca la cinta. Sobre todo, cuando el espectador descubre que el lugar por el que es conducido parece un camino familiar: la muerte del estado de derecho, el femicidio como deporte, el crimen organizado como única opción para los sectores menos afortunados de la población. Cuando estos elementos caen por su justa medida es inevitable sobreponerlos con la realidad circundante, un paso en falso y no hay más que dejarse llevar por la angustia y la desazón.

 

       En este sentido, el filme no cae en un brutalismo violento (Heli o El infierno, por ejemplo), sino que es amable con el espectador y se permite transformar al mundo a través de la mirada infantil. No nos somete a un dolor salvaje; matiza la verdad, de manera que el impacto visual llega por otros medios. El ejemplo más claro es la escena con la que abrí este texto. En ella no hay cuerpos, y, sin embargo, pareciera que están ahí. En otro momento de la película, el grupo de niños amigos de Huck se dan a la tarea de buscar el brazo de uno de ellos; la extremidad aparece en una hielera, no hay un cuestionamiento realista sobre su aparición, su existencia y el objetivo de los chicos son normalizados. Lo anterior confluye en la construcción de una película que tiene la intención de parecer realista pero no lo es. Con resonancias de las estéticas punk (ciberpunk, steampunk), sus alegorías violentas son un eco de la situación que vive el país. Este tipo de cine no es nuevo, se me ocurren dos ejemplos que utilizan situaciones extrañas, no-realistas, para retratar un hecho de la realidad: Tenemos la carne (Emilio Rocha Minter, 2016) y La región salvaje (Amat Escalante, 2016). Dejo, no obstante, un comentario más profundo al respecto para otra ocasión.

 

        En México, hay que decirlo, presenciamos una situación crítica: el control de las organizaciones criminales sobre el Estado. Los cambios de dirigencia política no han sido (hasta el momento en que escribo estas líneas) factor de cambio sobre las instituciones públicas. No ha habido una recuperación profunda de la gobernabilidad del país. Los niveles de violencia no parecen tener un final. Hernández Cordón fabula en torno a esta locura generalizada y erige un edificio que aúna a la mirada infantil, otra mirada que defiende lo femenino ante el machismo imperante. La manera en que consigue dicha defensa es haciendo que Huck se vuelva la portadora de la justicia. De esta manera, la película se construye como una aventura pesimista que descubre lo peor del ser humano, pero que, al mismo tiempo, se convierte en un canto hacia las nuevas generaciones, en quienes se encuentra depositado el porvenir; un canto, al fin, hacia la niñez y la feminidad negadas. Esta doble idea resuena con fuerza una vez afuera de la sala de cine y me hace descubrir, desesperanzado, que la realidad, nuestra realidad, es peor que la retratada en la película. Mucho peor.

 

 

Imagen tomada de internet.

 

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