Arbotantes

Dejar México y LAX

/ por Renato Tiburcio Gómez

 

El día que decidí renunciar a mi trabajo no fue fácil. Mi padre me aconsejó por el teléfono un minuto antes de entrar a la oficina del director. Fernando –le dije–, ha sido una semana muy difícil, pero he llegado a una decisión –mi jefe asintió con la cabeza como si supiera lo que iba a decir– he decidido irme a Nueva Zelanda. Nunca olvidaré su expresión de sorpresa e incredulidad ante lo que dije, pues declinar una oferta de trabajo como profesor de tiempo completo para el Programa IB a los 24 años no era poca cosa.

Una vez tomada la decisión difícil lo demás fluyó con extrema facilidad. Los artículos de mi lista de “Cosas por hacer” se eliminaban diario, lo cual me emocionaba más por imaginar lo que estaba por llegar. Me encontré contando los días, pero no tenía prisa alguna. El 20 de Agosto anunciaba su llegada inminente, así que dediqué mis últimos días a devorar libros, grabar la única canción que escribí con mi banda, empacar, beber con mis amigos y esperar. Cuando el día llegó de repente, yo arribe al aeropuerto 5 horas antes de mi vuelo (sepan que era mi primer viaje al extranjero) con 2 maletas de 20 kg cada una, un “equipaje de mano” de 12 kg que de algún modo conseguí meter al avión, una bicicleta y la idea en mi mente de que no volvería a mi país en años, tal vez nunca. Les dije adiós a mis padres, a mi padrino y a mi perrita Mohito, a quien le prometí que la llevaría conmigo cuando tuviera casa, a lo que amorosamente respondió olfateando el piso y siguiendo el olor de comida.

Unos días antes compré una cámara con la intención de documentar mis experiencias y sin tomar la fotografía en serio, metí la cámara en la maleta. Nunca supe que se volvería pronto una gran parte de mi vida y mi compañera de viaje por todo el mundo. Es por la fotografía que mi vida se ha moldeado a lo que es ahora, a ser quien soy y es gracias a la fotografía que tengo la oportunidad de hablarles hoy de estas aventuras que ojalá disfruten.

La primer parada fue una escala de 13 horas en Los Ángeles donde, afortunadamente y como pocas veces, mi presupuesto estaba holgado, cosa que duraría poco. Al tomar un autobús hacia el famoso Muelle de Santa Mónica con mi “equipaje de mano” me sentía deslizándome en un sueño, hasta que un bache en la calle me despertó y me alegré al ver que estaba cerca del muelle. Exploré todo el día y a pesar de mi masivo equipaje no pude dar con un par de sandalias, shorts o playera, así que renté una bici, compré una playera y remangué mis pantalones. Era hora de la aventura. Recorrí muchos kilómetros de playa, vi gente ejercitándose, haciendo acrobacias, jugando volleyball, asoleándose o simplemente caminando. La mezcla de colores, texturas y gente pronto me invadió. Intenté apuntar a varios sujetos interesantes pero mi timidez me detenía de apretar el disparador. Fue mucho lo que exploré y aún más lo que quedó sin cubrir, disfruté cada momento en esa playa. ¿Por qué no entré al mar? tal vez mi propia desconfianza me detuvo o la molestia de la arena en la ropa no era tan atractiva, así que me dediqué a pasear con la bicicleta y cámara en mano (no lo intenten). En estos momentos sabía poco y menos de la operación de una cámara, así que confiaba en el mágico “Modo Automático”. Sin embargo, pronto empecé a notar que las fotografías no eran lo que quería retratar, así que me arriesgué a cambiar el modo de la cámara. ¿Apertura, Programa, Sobreexposición, Distancia Focal? ¿Dónde está eso en la cámara? Viendo el álbum de aquel día, me hace recordar muchas cosas de manera distinta, por ejemplo, no recuerdo que la arena fuera azul o el cielo fuera casi morado. Eso me dice mucho de mis cualidades fotográficas hace ya más de un año y las mantengo con felicidad para recordarme cuánto he aprendido y cómo sigo aprendiendo cada día.

Así fue como después de casi 5 horas explorando, me decidí a comer. Después de no saber a dónde ir, me conformé con un Starbucks. A la fecha me sigo cuestionando esa decisión, pues en Santa Mónica hay más de mil establecimientos de comida justo enfrente de la playa, mientras que yo, por mi parte me senté en la barra de café y comencé a ver las fotos del día. Pasada casi una hora un muchacho se sentó enfrente de mí, entablamos conversación y así pasaron otras tres horas. Chris, quien trabajaba cruzando la calle en el Ayuntamiento de la Ciudad, era de igual manera un fanático de la fotografía y estaba cerca de emprender un viaje como el mío en dirección hacia Oceanía. Después de asegurarme de no estar hablando con un maníaco, acepté su invitación a comer hamburguesas en “In n’ Out Burger” que resultaron ser de las mejores hamburguesas que he comido. A cualquiera tenga la oportunidad, les recomiendo que le den una visita a ese restaurante. Mi nuevo amigo Chris ofreció amablemente llevarme al aeropuerto después de acabar el combo más grande disponible en el menú. Lamento no haber tenido más instinto fotográfico en esos tiempos para así retratar la experiencia que fue estar en ese lugar.

Así fue como mi aventura en California llegó a su fin. Bueno, no exactamente. ¿Recuerdan cuando les dije que mi presupuesto pronto llegaría a un triste final? Pues así es como sucedió: tengo la costumbre de revisar mis bolsillos cada 5 minutos “cartera, teléfono, pasaporte”, es una rutina que me mantiene tranquilo, así que llegando al aeropuerto de los Ángeles la repasé, todo en orden. ¿Y mis boletos? Un momento, mis boletos, no, no, no no no, me muero. Ah no, aquí están. Viendo el reloj noté que tenía bastante tiempo antes de abordar mi avión hacia Sídney así que decidí tomar una foto de recuerdo afuera de la terminal Tom Bradley. La escena era buena, con líneas guía y luz resaltante en medio del tráfico, así que preparé la composición y esperé a que un tipo saliera de mi cuadro (en esos tiempos no era muy fanático de meter gente en mis fotos). Una vez que salió apreté el botón, guardé mi cámara y procedí a hacer check-in para mi vuelo con Air New Zealand. Que mal gusto de ese tipo pasar tan cerca de mí –recuerdo pensar en la fila– ¿qué le vas a hacer? Nunca lo vi suceder, estaba tan distraído tomando la foto que fue hasta que estaba en la puerta del abordaje que me di cuenta.

¿Dónde está mi cartera? No puede ser, no está aquí, no es cierto. Así que corrí y corrí, hablé con agentes de aduana, con los encargados de seguridad, incluso hablé con un oficial muy amable en una Segway, Nadie me pudo ayudar. Volví a mi reloj, me quedaban 20 minutos antes de terminar el abordaje. Díganos que tenía en su cartera –me preguntó desde su Segway que lo hacía sentir sobre un corcel blanco seguramente, casi tres metros sobre el suelo– Mis identificaciones (que había tramitado y pagado el día anterior), mi visa americana, tarjetas bancarias y dinero en efectivo. Afortunadamente mi pasaporte seguía conmigo. Fue así como realmente terminó mi aventura en California: con mi espíritu destrozado, una lágrima a punto de rodar por haber perdido la cartera que mi padre me regaló y un boleto de ida a Australia que me supo a una patada en el estómago. Seguía siendo el día 1, ¡vaya inicio de la aventura! Afortunadamente, el equipo de Air New Zealand fue increíble conmigo, me dieron una fila completa para mí solo, tal vez porque no querían que contagiara a otros pasajeros con la tristeza. 13 horas, 4 comidas, 3 documentales e infinitos capítulos de Game of Thrones después llegué a Auckland, Nueva Zelanda, para una breve escala antes de Australia, donde me esperarían 3 meses de una experiencia que aún no logro describir, simplemente sé que quiero volver.

 

 

 

 

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