Condado

Flor de mayo: “y él no regresará”

/ por María Fernanda García /

 

El olvido suele ser algo mecánico –inconsciente –que pocas veces nos perturba lo suficiente como para dedicarle un mínimo de espacio. Al mismo tiempo, siempre deja un remanente, un “tuyo, siempre” que sabe, huele, pero es tan insospechado como el derrumbe de las paredes de la infancia. Un poco así, como el aroma de flores silvestres y río putrefacto, golpetea Ophelia en mi cabeza. Antropocéntricamente se lee a Hamlet como un espejo (que incidentalmente aspira a oráculo) de la propia realización artística, hacen una sustitución del personaje Shakesperiano por las propias creaciones, sus Hamlets internos. A la inversa, Ophelia es un personaje leído a través del poder que ejercen sobre ella otros personajes, de la manera en la que ellos interpretan su discurso o como un personaje irrelevante mediante el cual aprendemos más sobre las reacciones emocionales de Hamlet.

No parece extraño que estas dos posturas, la segunda especialmente construida por Lacan, sean dos de las más canónicas, al grado de pensar en Ophelia como el personaje femenino menos interesante de Shakespeare. Al contrario, hay todo un intento por parte de la crítica feminista de subir a Ophelia al escenario, de buscar la historia oculta. Me parece que muchas fracasan, como la de Lee Edwards (quien concluye que podemos imaginar a Hamlet sin Ophelia pero ella no existe sin él), porque no es una historia que las palabras frías, objetivas, conciliadoras, puedan decir.

En principio, una cosa es bien clara: Ophelia no es sólo un parlamento incoherente; es una mujer personaje. Segundo: no se vuelve loca, la volvieron loca, haciéndola recipiente de dos visiones de mujer perfecta que conviven armoniosamente: tesoro de honestidad, doncella más honesta, flor hija del verano…; y una muchacha loquilla y sin experiencia en circunstancias tan peligrosas, pagada de ternuras que no son moneda corriente, niña perpetua en la que Polonio quiere imprimir creencias, enseñar. Ophelia, mucho antes de que nazca en la escena, ya está predeterminada por dos figuras masculinas que han suprimido cualquier indicio de identidad propia. Se insiste mucho en lo maleable del carácter de Ophelia: mi buen hermano, yo conservaré para defensa de mi corazón tus máximas; yo, señor, ignoro lo que debo creer, así lo haré, señor, en cumplimiento de lo que mandasteis… y específicamente en el uso de su cuerpo como carnada para atraer a Hamlet.

Si bien podría trabajar la figura de Ophelia como recipiente de los deseos masculinos y evidenciar el lugar marginal que ocupa en la trama (y la crítica), me parece más útil ver esos diálogos sumisos como contraste de algunos chispazos identitarios que de repente surgen en el discurso bajo la fórmula tímida de “me ha requerido de amores, pero [siempre con una apariencia honesta…]” o ¿por qué “nada más” mirar el amor como de un momento? Entre el mangoneo de los hombres, Ofelia surge como defensora de su ilusión. Cierto, esto se añade a la inocencia de la que tanto se valen todos para desestimarla, pero sobresalen intentos de afirmarse dentro de una realidad, de cumplir el rol que le han enseñado. Estos momentos minúsculos se aplacan instintivamente con largos monólogos de cualquiera de los interlocutores de Ophelia en una especie de cállate y piensa en ti como un bebé.

¿Tiene sentido preguntar por el punto de quiebre? ¿No está bastante claro que es Hamlet, el espejo de la cultura, quien le tira una pedrada, quien destruye su único modo de participación en aquellos parámetros sofocantes que llaman realidad? Sí, señora, yo también quisiera que fuese mi hermosura el origen de la demencia de Hamlet, pero asesinó a mi padre, engañó a la chica, le hizo creer que al verla a ella, ya no podía ver el sol. Ahora es ella quien no ve el sol, pero lo único que quiere usted es avasallarla para poder abandonarla. Despojada en términos de lenguaje, reprimida de pensamientos y rechazada sexual y amorosamente, Ophelia se encuentra sola, viendo ahora claramente cómo es un objeto en desuso, y operando ahora desde ese limbo hecho a base de confusión: la hermosa Ophelia, no, yo nunca te di nada, me disteis palabras de tan suave aliento, Yo te quería antes Ophelia, así me lo dabais a entender y tu no debieras haberme creído, yo no te he querido nunca… el noble y sublime entendimiento desacordado, desdichada de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo. Sabemos lo que somos ahora, pero no lo que podemos ser.

Nada volverá a ser lo mismo desde la muerte o el destierro; la confusión se transforma en abrupto silencio.

And what if 
In your dream 
You went to heaven 
And there plucked a strange and beautiful flower 
And what if 
When you awoke 
You had that flower in you hand 
Ah, what then?

–Samuel Taylor Coleridge

Un hombre puede oscilar sin peligro de la locura a la sanidad mental porque tiene las herramientas para construirse y reconstruirse (a sí mismo y a lo que lo rodea). Ophelia ya no puede volver al punto de perfecta inocencia del que la han sacado y tampoco puede estructurar una nueva realidad porque no le han permitido desarrollar una identidad, un centro alrededor del cual hacer conexiones significativas. Cuando todo lo que queda para articular algún pensamiento (aquellos destellos que anteriormente apenas se asomaban) son canciones “ridículas”, el discurso de Ophelia se convierte en la historia del cero, el hacerla pasar por loca, incoherente, turbada su razón, vano simulacro, recipiente vacío; el entendimiento de una joven es tan frágil como la vida del hombre decrépito.

Paradójicamente, dentro de su locura, si la Dulce Ophelia habla es para demostrar lo que el discurso racional no puede, las ideas funestas, terrores, aflicción, el infierno mismo de la realidad a la que ya no pertenece y jamás volverá a pertenecer. Amenaza, disfraza una verdad tan cruel con referencias populares, habla con ambigüedades yuxtapuestas porque existen esquizofrénicamente en su mente irracional: “Cómo al amante que fiel te sirva, de otro cualquiera distinguirías?…” ¿Se refiere a la tumba de Polonio o de la muerte del Rey, o ala rápida recuperación de la reina?, ¿el peregrino de “bordón, sombrero… muerto, y no está aquí” se refiere a Hamlet o a Laertes?

¿Qué queda de esa realidad subversiva y paralela que ahora es visible para Ophelia?, ¿qué es Ophelia? Al final, es una alegoría de lo fragmentado, compuesto de muchos otros discursos que no tienen un centro estable, que se mueven erráticamente.  Sus discursos siguen neutralizados por los personajes, están vacíos de contenido para ellos y para el lector, no tienen interpretación lógica, útil, importante, son sólo balbuceos suaves y graciosos de su bella boca, es una niña trastornada por la muerte de su padre, amante dolida, suicida lírica.

Entonces, lentamente, Ophelia cae en el río del desconocido, el lugar desde el que no se puede explicar nada, incluida la propia vida, porque es demasiado frío, oscuro, indefinido. Discrepo con Dane: le gusta pensar que Ophelia se mezcla con su reflejo, llegando al reconocimiento. Yo pienso que se mira en el arroyo, coronada de anúnculos, ortigas, margaritas y flores purpúreas, y no se reconoce, no existe incluso para ella misma. Ve, al contrario, un espejismo en las ondas que la llama, le dice que se acerque. El momento cúspide de su discurso se ha mitigado y Ophelia, como si este fuera el último deseo de reconciliación de realidades, como embrujada por la ficción de que su anhelada identidad está ahí, llamándola, cae al torrente.  

Elaine Showalter, a lo largo de su ensayo, se preocupa de más por elaborar una historia de Ophelia que no implique proyecciones de la crítica, que no pretenda apropiársela, disolverla en un símbolo de ausencia o circunscribirla a un espejo de las emociones masculinas que no se pueden expresar en la época. Paradójicamente, hace un recuento de las representaciones escénicas de Ophelia, cuyo éxito se basa en la apropiación del personaje por parte de la actriz. Una noche, Susan Mounfort murió por proyectar su propia locura en las escenas de Ophelia, Hector Berlioz se enamoró de Ophelia, disfrazada de Harriet Smithson. Lo único que podemos saber con certeza es que el mundo (Delacroix, Rimbaud, Freud, Bob Dylan, Melissa Murray) que se obsesiona con Ophelia no ve, en realidad, a Ophelia. La crítica que pretende hablar de Ophelia tampoco lo hace. Ophelia es intentar de explicar el “no-significado” de los eufemismos con más eufemismos, hablar de la locura, de la represión y la incompatibilidad, hablar desde lo que no existe. ¿Cómo hablar de las madres que se vuelven locas? ¿Cómo decir que cuando halamos de Ophelia intentamos hablar de nosotras?

 

Referencias

Eliot, T. S. The Sacred Wood: Essays on Poetry and Criticism. 2nd ed. London: Faber & Faber Non-Fiction, 21 Apr. 1997.

Rhis, Jean. Ancho Mar de Los Sargazos. Barcelona: Anagrama, 1 Mar. 1996.

Dane, Gabrielle. “Reading Ophelia’s Madness.” Exemplaria 10.2 (Jan. 1998): 405–423.

Showalter, Elaine. “Representing Ophelia: Women, Madness, and the Responsibilities of Feminist Criticism.”

Shakespeare and the Question of Theory. Eds. Patricia Parker and Geoffrey Hartman. N.p.: Methuen, 1985. 77–94.

 
 

John Everett Millais. Ophelia, 1852. Foto tomada de internet. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

 

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