Condado

Océanos Profundos

/por Paulina Meyer/

 

En uno de mis sueños viejos soy sumergida en un océano abismal y azul. La claridad del cielo es golpeada por un punzar que distorsiona todo. Algo me empuja al fondo y, cayendo por una madriguera de burbujas, se revela un mundo de criaturas gigantes. Me desperté antes de alcanzar la oscuridad. Nunca supe hasta qué profundidades hubiera llegado.

 

La fosa de las Marianas es la cicatriz más honda del suelo marino. Llega a sumergirse 11.034 metros, pero este número no significa mucho, pues los cerebros humanos son bastante torpes a la hora de visualizar grandes cantidades. Cuando trato de imaginar los océanos abismales, las estrofas de otra Mariana aparecen:Como la enamorada de un marinero loco/ que navegara eterno sobre una barca vieja, / acecho un mar oscuro, sin fondo ni oleaje…” Pero como luego se declama en la obra de Lorca, “No es hora de pensar en quimeras, que es hora/ de abrir el pecho a bellas realidades cercanas” y así, si digo que la fosa de las Marianas es más profunda de lo que el Monte Everest es alto, entonces nos acercamos a la comprensión. No obstante, si proclamo que el Monte Everest sólo tiene 60 millones de años existiendo mientras que las fosas de las Marianas cumplen 180 millones, los números se vuelven a reducir a sí mismos. Extrañísimo cómo podemos escribir semejantes cantidades con tanta facilidad sin nunca llegar a comprender la magnitud de su expansión. El signo lingüístico de tiempo posee un significante bastante claro, más un significado muy escurridizo. Todavía me resulta más alucinante que hayamos pretendido capturar a un valor tan indomable en una palabra de cuatro sílabas: in-fi-ni-to. El que el Monte Everest sea bastante joven parece echarnos en cara el dicho “la fe mueve montañas” porque, en realidad, estas no son tan consistentes como el sentido común quiere creer, es decir, las montañas altas son las más nuevas debido a que son relieves recientes y poco erosionados, lo contrario ocurre con las antiguas. Rara vez los fenómenos de la naturaleza se alinean con nuestros valores y entendimientos, pero no por eso dejamos de hurgar entre ellas salvaciones y respuestas. 

 

En la década en la cual el humano llegó a la luna también descendió por primera vez el batiscafo Trieste al gran abismo. El geofísico Robert Stern dice que “la fosa es la interfaz entre los límites de la experiencia humana y la realidad que los humanos no pueden experimentar.” Después de todo, se conoce más la superficie lunar que el fondo de nuestro propio planeta. Su punto más profundo, el abismo Challenger, le hace justicia a su nombre debido a los esfuerzos mecánicos que se deben de hacer para, sin contar con los problemas de la oxigenación, no permitir que la presión pulverice a sus navegantes en segundos. El océano profundo nos sigue siendo tan inaccesible que incluso disuelve la experiencia de nuestro tiempo. Igual que niños tratando de clavar olas a la arena, nosotros aprendimos a conceptualizar el paso del tiempo basándonos en la relación que la trayectoria de nuestro planeta tiene con la del sol y la luna. Así, creamos los días, los meses, los años; las horas, los minutos y los segundos. En el territorio del abismo, el tiempo no tiene límites o formas distinguibles ya que tanto la luz como las temporadas se pierden en el descenso. El carácter prehistórico y postapocalíptico de las fosas nos invitan a pensar en cómo mediremos el tiempo cuando también nos encontremos en un mundo congelado y oscuro. En aquella penumbra, todo carece de divisiones y franjas, creando la apariencia de un lugar que se extiende hasta el infinito. Esta es una de las características que más nos desconciertan de las profundidades: aquí, los intervalos no existen pues son indiscernibles. Entonces, tampoco es posible crear pedazos para señalarlos como nuestros. Pero el ego humano es tal que los Estados Unidos privatizaron un espacio que les es imposible pisar.  

 

Nuestra idea del tiempo también se disuelve en los océanos profundos debido a los que lo experimentan. Irónicamente, se pensaba que la supervivencia de cualquier organismo era imposible en ese tipo de circunstancias extremas. Nuevamente, la megalomanía asoma: el que el humano y sus semejantes no puedan resistir dichos ambientes no presupone una ley que condicione a todo ser vivo a la misma debilidad. Si nos acercamos, descubriremos que las criaturas del fondo, enormes, longevas y prehistóricas, están mucho más vivas que nosotros. Muchos científicos aseguran que la vida comenzó en las honduras submarinas. Parece ser que de la oscuridad emergimos y, también, que ahí moriremos. 

 

Con sus dimensiones de gigante, la Escarpia laminata puede llegar hasta los 1000 años. Es decir, nos podríamos encontrar con un gusano de tubo que lleva existiendo desde la Baja Edad Media. ¿Qué es un minuto para la Escarpia laminata? El tiempo que nos consume en plazos y vencimientos es una nimiedad a comparación de sus estructuras arcaicas. De manera paralela, las quimeras o tiburones fantasmas no han cambiado mucho desde que evolucionaron de sus antecesores del periodo pérmico (era anterior a la de los dinosaurios). Sus ojos enormes y muertos y su carne bordada con un grueso hilo han sido descritos como las características de una criatura de otro planeta. Pero el mundo les pertenece más a ellos que a la mujer y al hombre, pues las quimeras lo han habitado desde mucho antes. Las quimeras son más de aquí que los seres humanos y, en cualquier caso, nosotros somos los foráneos. 

 

 ¿A qué se debe la longevidad y el gigantismo de las criaturas del fondo? Todo apunta a una cualidad común: la lentitud. La regla de Bergman nos dice que los animales que aumentan su tamaño suelen disminuir su temperatura. Así, los seres abismales tienen un metabolismo alentado, lo cual amplia su esperanza de vida y su crecimiento. Viviendo en carrera lenta, sus enormes dimensiones les permiten conquistar mayor espacio y así, tener más probabilidades de encontrar comida (regla de Kleiber). Siendo la lentitud el gran secreto de la prosperidad de las honduras, se torna raro que hayamos decidido asignarle a la rapidez el más alto de los valores. Premiamos la velocidad en las carreras, el internet, la producción y el trabajo, pero tal vez la lentitud sea la respuesta a la prematura muerte de nuestra especie, pues escogimos al fuego cuando deberíamos de haber apostado por el agua. 

 

La mirada nocturna de las quimeras me hace pensar en los Morlocks de H. G. Wells, quien estando muy ad hoc a su época, gustaba de estipular respecto a nuestra (d)evolución. La primera vez que leí La máquina del tiempo, consideré un poco ridícula la propuesta de que la raza humana se dividiera en los Morlocks subterráneos y los radiantes Elois. Ahora que veo caer los últimos granitos en nuestro reloj medioambiental, no me parece descabellado imaginar un mundo en donde vivir en una superficie respirable e iluminada sea el privilegio del 1%. Sólo que, en vez de que los Elois sean burgueses, serán la élite millonaria. Y los Morlocks seremos el resto de nosotros. Los Elois huirán al espacio y dentro de sus burbujas de oxígeno encontrarán otro tipo de tiempo. Nosotros nos retiraremos al abismo y la evolución tal vez nos dotará de ojos redondos, grises e inanimados, ojos de quimeras. Entonces, tendremos que elaborar otro sistema para atrapar al tiempo. Uno que, espero, no se divida en días, meses, años; horas, minutos y segundos. Uno que premie la lentitud y nos permita convertirnos en criaturas extraordinarias y longevas. 

 

La mirada nocturna de las quimeras me hace pensar en que, a pesar de que el tiempo sea elusivo y carezca de esquinas, es una fuerza que oprime todo. Pues, aunque el cambio de las quimeras haya sido pequeño a comparación de las criaturas de la superficie, tuvieron que adaptarse a uno de los ambientes más extremos. Los humanos señalamos con un complejo de dios la delicadeza de los ecosistemas y estudiamos con orgullo secreto nuestra capacidad de trastornar bosques kilométricos. Olvidamos la increíble resiliencia de nuestro mundo. Esta misma sensación de excepcionalidad nos llevó a concluir por tanto tiempo que la vida en lugares como las fosas de las Marianas era imposible. La mirada nocturna de las quimeras me hace pensar que, a pesar de la catástrofe climática tan cercana, tal vez podremos sobrevivir y adaptarnos a un mundo oscuro y maldito. Después de todo, llevamos 3.5 billones de años haciéndolo. Sólo el tiempo dirá, pero la cosa del tiempo es que, sin importar su conceptualización, erosiona y cambia. 

 

 

 

 

 

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