ArbotantesHelarte de vivir

El acto de nombrar

/ por Beatricia Braque/

 

Fui nombrada de la misma manera que mi abuela y mi madre. Durante buena parte de mi vida habitamos la misma casa, tres Beatrices. Ahora entiendo que esa casa podía contener un solo nombre.

     La primera vez que fui a la guardería me preguntaron cómo me gustaría que me llamaran. Bety. Bety era distinta que Beatriz. Bety era ingenua, sensible, tierna. Bety era frágil. El primer acto de nombrarme no fue doloroso, ese nombre resultó maleable. Existen diminutivos, apodos, pseudónimos. Tiempo después pude elegir mi propio nombre cuando comencé a escribir una primitiva novela autobiográfica que jamás verá la luz.

     Existen otras formas de nombrar a una persona: por su oficio, por sus características físicas o intelectuales, por su forma de comportarse o vestirse, y un largo etcétera. A lo largo de mi vida me han llamado de muchas formas, algunas con cariño y otras para lastimarme, pero nada me lastimó tanto como la forma en la que me llamaron aquella tarde. De la misma manera en la que poseemos diccionarios de conceptos existe un diccionario de personas llamado DSMIV. Ahí se encuentran todos los trastornos, fobias y enfermedades mentales que existen hasta el momento.

     A los 12 años tuve mi primera terapia, pero no fue sino hasta los 14 que comencé a tomar terapias con regularidad. En aquel entonces se determinó que mis estados de ánimo provenían de causas externas. A los 15 años tuve mi primera depresión mayor. Me gradué de psicólogos a psiquiatras, y al no darme un diagnóstico claro tomé tanta medicina que subí 16 kilos, estuve a punto de convertirme en diabética como efecto secundario de una de las tantas medicinas que me administraron, y durante un tiempo estuve tan sedada que no podía caminar ni hablar. Para colmo me dieron tantos antidepresivos que terminaron desencadenando mi primer episodio maniaco, el cual sucedió cuando me encontraba en mi viaje de quinceañeras en Disney. Sin lugar a dudas puedo asegurar que Disney es el lugar idóneo para tener un episodio maniaco. Al no ver progreso alguno con esta doctora mi madre decidió llevarme a CDMX.

     En una sola consulta que duró aproximadamente 4 horas escuché las palabras que tanto temía. Mis estados de ánimo no eran provocados por causas externas sino internas. “Eres bipolar”. Al principio no entendía todo lo que implicaba que una psiquiatra me llamara bipolar. Los demás rasgos de mi personalidad aún pobremente configurados sucumbieron ante este nombre. Ese “eres bipolar” me transformó completamente en ello. Entonces tuve que leer y enterarme de mi definición. Incluso moldeé mis demás rasgos para que correspondieran por completo. Fue como haber sido marcada con un hierro ardiente en el pecho. Eres bipolar, por lo tanto eres una enferma mental y tendrás que tomar medicamentos durante toda tu vida, la bipolaridad no se cura, se controla. Cargaba con un estigma que inevitablemente me separaba de aquellos que antes consideraba mis semejantes. Me aislé y me encerré en mí, quizá tratando de comprenderme. Quizá solo tratando de escaparme de aquella cruel sentencia.

     Cuando finalmente logré llegar al equilibrio no podía creer que eso se sintiera ser normal. Me sentía entumecida. Después de un periodo de tranquilidad decidí perderme por propio designio. Abandoné la medicación y me entregué a mi sube y baja personal. Viví con la intensidad acostumbrada durante un tiempo. Toqué nuevamente las cimas de la euforia y la caída fue igual de grave. No salí de mi casa durante un año. Renuncié a comunicarme con el exterior. No respondía llamadas, no reaccionaba ante el mundo. Me limité a instalarme en un sillón a ver sitcoms y comer pan con mermelada, a ver los días pasar. A destruirme de la forma más lenta y dulce.

     Debes entender que es necesario que lleves una vida equilibrada. La primera vez que me dijeron esto las instrucciones fueron claras: “No tomes, no fumes, no cojas.” Respondí “Entonces mátenme”.

     El litio me provocaba temblor en las piernas. El litio se disolvía en mi garganta dejándome sentir su amargo abrazo. Su amargo abrazo me provocaba vómito y tenía que volver a ingerirlo enseguida, procurando no volver a permitirle marcharse.

     La única cosa que me impedía ponerle fin a mi tristeza era la creencia absurda de condenarme al infierno. Los restos del catolicismo impregnados en mi sistema me salvaron de un plácido suicidio.

     Con mi diagnóstico vino un manual de usuario implícito. No te desveles, no escuches música estruendosa, no tomes cafeína, no tengas relaciones, no comas de más ni de menos, no te enamores, por ningún motivo dejes tu medicamento, no te expongas a estímulos fuertes, no salgas tarde, sé disciplinada, lleva un orden. Anota en un cuaderno tu estado de ánimo, clasifícalo, numéralo, regístralo. Analiza las fluctuaciones, compréndelas, interprétalas. Nunca te permitas sentir esa alegría que te incendia.

     Renuncié a lo que yo consideraba mi estado puro. Quizá no estoy hecha para vivir una vida equilibrada, quizá deba escribir sin parar durante semanas sin comer o dormir, y suicidarme joven dejando tras de mí el registro minucioso de cómo fui adentrándome cada vez más en los laberintos de la locura. De cómo al principio dejé migajas para regresar y no perderme y en algún momento olvidé hacerlo y caminé solo con el objetivo de extraviarme al fin, de llegar al punto de no retorno.

     Algunos días aún se instala aquel nombre en mi juicio y al hacerlo consciente no logro contemplarme como un ser completo, sino como una cosa que por alguna razón u otra no funciona de la forma adecuada. Lucho en todo momento por borrar aquella cicatriz ardiente, aquella etiqueta de “pase a la siguiente ventanilla”. Cuando lo consigo vivo días luminosos, y cuando no, simplemente vuelvo a abrazarme y a desear ser otra mientras espero que la tormenta pase.

 

 

*Foto tomada de internet. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

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