Condado

Waiting for the hint of a spark

/ por Montserrat Flores /

 

Mientras sus recuerdos se desvanecen, su cuerpo se deteriora. Todos la recordamos. Sigue con nosotros, sí, pero es más grande el dolor de ser olvidado por alguien que te quiere y está sentada junto a ti. Sigue aquí con nosotros pero ya no es ella. No. Ahora nuestra responsabilidad es cuidarla de ella misma.

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“Para ti que lo eres todo para mí. Antonio Flores”, se lee en una postal sin fecha que encontramos al arreglar su cuarto.

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Está parada al lado izquierdo de la cama. Las sábanas son blancas y el edredón violeta. Entre la cama y ella hay una mesa de noche con una lámpara y algo que parece la escultura de un ave. Lleva un suéter de manga corta, de rayas cafés, amarillas y blancas, y un pantalón vino. Ya tiene el cabello canoso, lo recoge en una coleta. Está parada, intenta sonreír.

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La demencia implica el deterioro de la memoria, el intelecto, el comportamiento y la capacidad para realizar actividades de la vida diaria.

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Ma-me-mi-mo-mu. Sa-se-si-so-su. Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Del uno al diez. De nuevo. Intentar enseñar lo que se aprendió hace 90 años.

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De niña viví con sus visitas esporádicas en eventos especiales o para sus consultas médicas –duraban meses, por eso me gustaban más–. Durante el tiempo que se quedaba, por las noches me acurrucaba a su lado y me hacía cariños en el cabello mientras cantaba una canción de Cri-Cri. Ella tenía un camisón blanco con cinco osos de peluche empijamados. Me gustaba esa pijama, le decía que éramos todos sus nietos. Yo quería que me llevara por un dulce o que pasara por mí a la escuela como lo hacía con mis primos, pero no podía por alguno de sus males: un día le dolía la rodilla, otro ya no podía ver y luego no escuchaba. Siempre incompleta.

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Refugio González es la madre de mi papá. Hace cinco años regresó a vivir a México, junto con mi abuelo, después de pasar unos 20 años ayudando a cuidar a mis primos en New Jersey, Estados Unidos. Tras su llegada, lo que yo más ansiaba desde niña, empezamos a notar ciertas anomalías: se le olvidaba el día de la semana, me cambiaba el nombre por el de mi prima, decía que estaba en EEUU y que tenía un hijo en México. La llevamos al geriatra, luego al neurólogo. Supongo que ya esperábamos el diagnóstico, aun si nos escudábamos en la naturaleza propia del envejecimiento.

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Ancianos que se escapan, que creen ser niños, que se hacen del baño sin pudor en el jardín, que gritan en las noches, que alucinan, que se quejan del dolor del cuerpo, que cuentan chismes de hace cincuenta años como si fueran noticia nueva. Ancianos con Alzheimer.

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Estamos ahí, juntas. Está parada junto a una vitrina y atrás de una silla, parece el comedor. Ya subió de peso, tiene la cara redonda. Su cabello es gris casi por completo. Nos tomaron así, recién levantadas. Me tiene entre sus brazos. Me ve fijamente, con ternura. Ella intenta acomodarse, yo no la dejo. Da la impresión de que me iba a arrullar, pero no estoy segura. La única certeza es que me cuida.

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Dentadura: rota. Lentes para ver de cerca y de lejos: rotos. Aparato de audición: rotos. Bastón de madera: robado. Bastón de metal: perdido. Andadera: en uso.

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–Buenos días, ¿qué tal dormiste?
–Bien, yo siempre duermo bien –dice mientras se seca los ojos con un kleneex arrugado.
–Qué bueno. Oye, ¿qué día es hoy?
–Lunes.
–No, hoy no es lunes. A ver, piensa: hoy estamos todos en la casa y no vamos a trabajar. ¿Qué día es? –le pregunto en lo que le cepillo el cabello para ponerle su diadema.
Ella duda, recapacita y voltea como buscando algo: –¿Domingo?
–Muy bien, abuelita.

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Manías: cantar villancicos todos los días; guardar kleneex y papeles en los bolsillos del pantalón; rezar a la hora de la comida; querer ir al baño a todas horas, sin importar que acabe de ir; gritarle a mi abuelo para que se siente junto a ella; pellizcarse las patillas como si se las depilara con una pinza; argumentar que alguien le robó sus anillos; no querer comer; decir que nadie le ha servido, después comer y terminarse todo.

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Su llegada fue complicada. Necesitamos muchos ajustes: un nuevo cuarto para ellos; medidas de seguridad para su edad, como los pasamanos en los baños; nueva dieta; nuevos horarios de acuerdo a sus medicamentos. Esto trajo consigo peleas que intentaron encerrarse en un cuarto pero las puertas no eran suficientes para contenerlas. La amenaza de una separación.

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Frente a una barda. Sobre la bardita de cemento hay muchas plantas y flores. Está parada con la mano izquierda en la cintura y la derecha recargada en una maceta. Lleva un vestido blanco. El cabello negro, que sostiene una diadema, le llega a los hombros. Usa aretes largos, unos que veré muchos años después. Parece tomada en medio de un movimiento, no se puede distinguir si iba a sonreír, silbar o decir algo.

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Brazo derecho arriba, pierna izquierda arriba. Abajo. Brazo izquierdo arriba, pierna derecha arriba. Abajo. Diez veces. Los dos brazos arriba y abajo sin pausa. Diez veces. Del uno al diez. Repetir. Necesitamos ejercitar cuerpo y mente, nos explican.

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Existen etapas para la demencia en general. No hubo mucho que hacer después del diagnóstico, por la naturaleza de la enfermedad y por lo tardío de la consulta. Mientras más temprano, mejor. El neurólogo nos dio un folleto para familiarizarnos con la etapa que vivíamos y las que vendrían después.

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Se fue después de una fractura de cadera. Necesitaba cuidados que nos excedían por más que quisiéramos dárselos. Nuevo horario: visitas de sábado a domingo cada tres semanas.

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Incertidumbre. Tristeza. Ya sabemos qué le pasa a mamá. No es posible. Tanto tiempo. No no no. Resignación. Cómo se llama usted. Quién es. Mucho gusto. Risas. Ya se te están olvidando las cosas también. Esto no tiene cura. Preocupación: quién lo va a heredar.

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Olvidar acontecimientos recientes. Olvidar nombres de personas, inclusive las cercanas. Desubicación en su propio hogar. Dificultad para comunicarse. Necesidad de ayuda con el aseo y cuidado personal. Cambios de comportamiento. Autoagresión por falta de reconocimiento propio.

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Está aquí, sentada en el sillón de su cuarto. Lleva un chal rojo o vino con unos bordados como de oro. Dormita, dormita casi todo el día. Tiene las manos cruzadas bajo el chal para calentarse. Los pies cuelgan del sillón, los balancea mientras tararea algo.

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–¿Quién soy?
–No sé.
–No, a ver, ¿quién soy?
–La señorita. La que me cuida.
–Ajá, ¿pero quién?
–No sé.
–Es la niña, Cuca –le grita mi abuelo.
–¿Eres la niña? –se sorprende.
–Sí. ¿No sabes cómo me llamo?
–No. –responde.
–Mucho gusto, me llamo Montse –le digo mientras le agito la mano.

 
 

Foto proporcionada por Montserrat Flores. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

 

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