Condado

La corporalidad de las calles

/por Verónica Meneses/

 

Cuando te suelta para contestar el teléfono, su cara pierde expresión. Camina y habla rápido, pero es una prisa inútil una que no puede aprovechar el tiempo para hacer algo. Le preguntas qué pasa, pero no contesta. Cuelga, le das la mano y al llegar a la regadera te desviste para dejarte bajo el chorro tibio con el cancel abierto. 

Se va.

Se lo llevaron. ¿A dónde? ¿Quiénes? Te enseña una nueva palabra, una que no debes repetir. Cuando ya estás seca y traes el mameluco puesto, la acompañas a correr el pestillo. Cerrar se vuelve un rito.

 

No desarrollé miedo a las calles por mi experiencia en ellas. Incluso ahora, es rarísimo que las camine. En casa le di cuerpo y dirección a mi miedo a partir de la tristeza ansiosa que percibí en mi madre. El tío estaba cerrando el negocio cuando un coche lo trepó. El abuelo tenía metástasis, le pedía a la abuela que lo llevara a recorrer la ciudad todas las tardes para buscarlo. No lo encontraron. El jefe tuvo un accidente de coche y estaba hospitalizado, sus trabajadores no estaban recibiendo el pago y no había dinero para mantenerlo encerrado. Los convenció de que lo dejaran en una carretera, caminó a un Oxxo, llamó para regresar. Fuimos a la Basílica de Guadalupe a agradecer que volvió. En un fraccionamiento cerrado celebramos que estaba de vuelta y luego dejamos de viajar.

 

         A lo mejor he andado en unas cuantas calles del centro seis o siete veces: todas ellas estos últimos años y en compañía de alguien, todas con un destino fijo. En otras zonas nunca me he bajado. Me muevo en mi ciudad por los caminos en los que se puede transitar en coche y sé las rutas a los lugares que frecuento; si no es en coche no voy a ningún lugar. Pienso en la ciudad como si fuera un ser vivo que expande, pero que conserva algunos puntos desperdigados y fijos en los que transcurre mi vida, se contiene; por ello, soy incapaz de dimensionarla y hacerla mía y pienso siempre en el trayecto que hago entre la partida (A) y el destino (B). 

 

         No conozco, en sí, las calles de mi ciudad: no sé a qué huelen, el tipo de banquetas que tienen, qué gente trabaja en los negocios y con quiénes se cruzan. Asumo, sin embargo, que el suelo puede oler a gasolina y agua estancada y que en ciertas zonas el aceite quemado de las fonditas y puestos de la zona hacen el aire un poco más pesado; me gusta imaginarme que en las paredes y postes se pueden encontrar marcas de alguien que se entretuvo rayando algo, aunque sea diminuto, y que, así como se entretuvo el que lo hizo, otros se entretienen leyendo.

 

         En las calles está la violencia colateral del narcotráfico, la niñez explotada y el vacío estomacal: los cuerpos expuestos; así lo vemos en las fotografías de cuerpos desnudos o dañados en las primeras planas y lo sentimos cuando hay balaceras, o incluso cuando vemos a las fuerzas armadas por la calle. En ellas, también, se abre la posibilidad —incluso si cada vez sucede menos— de que entren en contacto los desconocidos y los distintos grupos sociales que habitualmente se recluyen con sus pares en un sitio privado: se cruzan a veces sin meditarlo y conviven (con gratitud o a la fuerza); ocasionalmente los ciudadanos logran, o logramos, evadir la burocracia y el rigor de grandes comercios y la comodidad de lugares diseñados para el entretenimiento conjunto; y ahí también se encuentra la comida sin acuerdos de sanidad, deliciosa, a buen precio, de fácil acceso. Las calles son, entonces, espacios por sí mismos y no —o no sólo— medios de llegada entre destinos. 

 

         He vivido convencida de que en las calles los cuerpos sufren, pero ahora quiero pensar que también es ahí donde tienen sensaciones en serio placenteras. Además, sé que asumir esa dicotomía entre calles y lugares privados implica negar que, en las casas, los espacios laborales y otros lugares cerrados se ejerce constantemente violencia física. Tengo miedo de algo que en realidad no conozco y me cuesta apreciar los matices entre esos polos por lo que, sin ser transeúnte, cedo con facilidad a la idea falsa de que sólo en la calle un cuerpo puede ser perforado, secuestrado, golpeado o desaparecido. 

 

         Cada calle es un espacio en sí y difiere de otras en apariencia similares. Hasta que no viví en otro país y no tuve otra opción más que caminar hacia las paradas de transporte público, no logré comprender que, para la vida en sociedad, las calles son tan importantes como los establecimientos y casas que conectan. No quiero implicar con ello una imagen de calles (tristemente) pintores y vecinos (ilusamente) alegres en las que sólo se anda o hay conversaciones alegres. Pienso más bien en la posibilidad de percibir y asimilar las particularidades de una u otra calle y establecer distintos tipos de relaciones con otros transeúntes, esporádicos o habituales, de la zona. Pero no puedo ignorar que esa ciudad extranjera está en un país en el que las tasas de desapariciones y asesinatos son menos y en realidad, al menos considerando los datos, pocos países enfrentan este problema con la dimensión del caso de México. 

 

         Mi imposibilidad de ser flâneur en mi país —una imposibilidad delimitada por el miedo de una idea de ciudad más que por ser una real, y que apliqué a todo el territorio nacional a pesar de que he visitado poquísimos estados— se impuso a muy corta edad por “lo del tío”. El secuestro. Lo que mi madre no quería que dijera, porque mencionarlo, aún sí ya había pasado, era conjurarlo: exponernos y hacernos vulnerables. De la misma manera, había otros detalles que mi madre me reprochaba compartir: mi miedo a los payasos, la cantidad de dinero (en serio mínima y estúpida) que tenía ahorrada, lo que sintiera hacia otra persona, los “asuntos familiares”. Crecí bajo un hermetismo del que aún intentó deshacerme: sin pena, aunque con dificultad. 

 

         Aún si no sé cómo sucedió el secuestro, la imagen temprana de un cuerpo siendo abducido en la banqueta me hizo inferir que lo resguardado a puerta cerrada —literalmente y no— era inmune al daño. Cuando un cuerpo está en el espacio abierto y compartido puede ser cambiado o dañado por otros. Cuando guardo algo con ese recelo hermético, tengo la sensación, ya no la convicción, de tener control sobre ello y poder evitar cualquier invasión; como si compartir sentimientos y datos personales hiciera mi cuerpo vulnerable. Aprendí y aprehendí esta idea porque a partir del secuestro pensé que lo único que se ponía en riesgo en las calles era el cuerpo. Muy niña me comenzó a aterrar la sangre (porque en mi imaginario la violencia física genera coágulos, moretones o que alguien se desangre), los flujos, la violencia física (porque no entendía otros tipos de violencia) y la pérdida de autonomía del propio cuerpo.

 

         Evadir las calles no viene del temor a algo desconocido ni a que una experiencia se repita, sino de la pérdida de control que percibo en la proximidad de los cuerpos y la sensación de que desconozco un lugar. Creo que soy ajena a ese espacio porque no lo frecuento; no es así. Mantenerme alerta y aislada del espacio compartido me priva también de pertenecer a mi comunidad mediante la interacción con otros y la creación de vínculos afectivos y de memoria con ciertas calles; al menos anhelo esa sensación de desenvolvimiento y cercanía con estas “especie de espacio”.

 

          En mi país, además de las pocas veces que he recorrido el centro de Puebla o me he movido a los alrededores de mi universidad en Cholula, sólo he andado en Quintana Roo, en la ciudad de mi amiga con quien (sin admitir que sentía algo de miedo) pedaleé y caminé las calles en distintos horarios. Me resulta agobiante la posibilidad de que algo me suceda, pero, a pie, noté los cambios de humor de la ciudad. Unas cosas por otras: los nervios del peligro del cuerpo se equiparan con la emoción de no ver un espacio a través de un cristal y, con ello, sentirse parte de lo agradable o repulsiva, tranquila o agitada (entre otras muchas posibilidades) que puede ser una calle.

 

         Sin embargo, sé que la sensación de control de los lugares cerrados, específicamente en el hogar, proviene de la falsa creencia de que lo encerrado tras una puerta no puede ser invadido —y es que siempre he creído que si alguien quiere entrar por la fuerza a un lugar más grande y sólido que yo tampoco dudaría en dañarme—. Estar en la calle no implica que mi cuerpo vaya a adolecer y la puerta del hogar no protege mi cuerpo. Pese a la consciencia sobre esto, creo que la frecuencia en un lugar da la impresión de que lo vamos domesticando, pero el espacio no es el que puede ejercer el daño, sino las dinámicas (quizá también domesticables) entre los que aprovechan las cualidades de un espacio para lastimar otros cuerpos. 

 

       Las características sensoriales de las calles como los sonidos de automóviles, música, y voces, o los olores de smog y establecimientos de comida, por ser difíciles de regular e imprevisibles — si se comparan con la disposición voluntaria de las habitaciones de una casa—, me impiden percibir control y con ello armonía y seguridad. Por ello, aún me es difícil recordar que los muros interpuestos entre cuerpos y espacios no necesariamente limitan las interacciones violentas entre cuerpos ni aseguran el bienestar. Pero la seguridad y el control son sólo percepciones físicas delimitadas por el acto de cerrar no solo puertas, sino interacciones sociales.

 

       Miedo. El hermetismo físico y emocional de mi hogar no me ha protegido, mi ausencia en los espacios comunes y no es una herramienta del todo efectiva, sino la privación del goce corporal en otras relaciones y ambientes que imagino y anhelo sin saber si existen. Los cuerpos expuestos no tienen que ser heridos por quien perciba algún rasgo vulnerable; en cambio gozan del paseo, de la observación y de la profunda sensibilidad de lo comunal por la posibilidad de compartir circunstancias. No conozco las calles de mi ciudad ni las conoceré pronto, pero voy corriendo pestillos hacia el otro lado para, poco a poco, gozarme en el cuerpo social. Nombrar lo que pide callar, mostrar los puntos débiles para ejercitarlos, mirar y pasear con el cuerpo expuesto, sin carcasa de metal ni ventanas: en estas acciones hay pequeños pasos a la conquista tardía de las calles y, sabiendo reconocer las venas de la ciudad, la eventual ganancia de vivir con otros.

 

 

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