Condado

Calella

/ por  Marta Hormaechea / 

 

“Calella, Llafranc, Tamariu, Aigua-xellida, Aiguablava i Fornells no són per a nosaltres mers indrets geogràfics,

termes de la toponímia del litoral: són formes del nostre esperit, trossos de la nostra íntima personalitat.”

“Calella, Llafranc, Aigua-Xelida, Aiguablava i Fornells no son para nosotros meros lugares geográficos,

términos de la toponimia del litoral: son formas de nuestro espíritu, trozos de nuestra íntima personalidad.”
Josep Pla, El meu país

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Desde que puedo recordar; tengo la costumbre de detenerme al pie de la escalera que baja al paseo principal para alzar la vista un instante. Al salir del callejón oscuro, a pleno sol de mediodía, hay que fruncir el ceño para mirar Calella: el campanario que corona las casitas blancas, el paseo que baja hasta la orilla, la gente, las voces, las rocas, las barcas que indican la dirección del viento, el rumor de las olas, y sobre todo el mar.

Cuando era pequeña, al llegar al pie de la escalera, me solía fijar en los niños que correteaban descalzos por la calle, en sus gritos atenuados por el calor del aire. Observaba a sus madres comprando helados en la esquina. También miraba a sus abuelas que, de pie en la orilla, esperaban charlando a que su cuerpo se acostumbrara a la temperatura del agua.

Hoy, cuando me detengo al pie de la escalera, frunzo el ceño y veo turistas.

Al verlos me acuerdo de unas fotos que cuelgan hace años de la húmeda pared del recibidor de mi casa. Son dos imágenes en blanco y negro, de los años 50. Una está tomada desde la entrada de la galería de arcos en el centro del pueblo. Unos pescadores charlan mientras remiendan sus redes. La otra está tomada en la orilla: las menorquinas de madera descansan en la arena casi desierta después de una noche de faena.

Cuando alzo la mirada y veo decenas de turistas ocupando el mismo espacio, los mismos arcos, la misma orilla, me invade una sensación de nostalgia y de impotencia. Me da rabia. Su presencia me irrita, me afecta personalmente. Me parece incoherente, incompatible con esas fotos, con el paisaje, mi paisaje.

Sin embargo, ellos también corretean por el paseo, gritan, compran helados y esperan en la orilla a que sus pies se acostumbren al agua. Exactamente como nosotros. Y ellos, como nosotros, son extranjeros. Porque en Calella nadie es de Calella. Somos barceloneses huyendo del estruendo de la ciudad, urbanitas en busca de la calma y el encanto de un pequeño pueblo pesquero. Exactamente como ellos. Nada nos justifica, nada nos da más legitimidad que a ellos para apropiarnos de Calella. Pero, por alguna razón siento que los turistas son invasores, y nosotros no. Siento que nosotros pertenecemos a este lugar, y ellos no.

A pesar de esto, cuando comentamos su presencia nos parece que son diferentes, nos parece que se relacionan con Calella de otra manera. Hay una postura, un discurso que se nos hace extraño, inadaptado, en su manera de desenvolverse, de vestir, en su criterio para escoger restaurante, y en su costumbre de ordenar paella.

Mi primera tendencia es pensar que no comprenden lo que significa la Costa Brava, que sólo están aquí por el sol, el calor y la heladería de la esquina. Que esa incompatibilidad de su presencia con Calella, mi idea de Calella, viene de que no tienen recuerdos, no tienen historia o cultura asociada al lugar. Y eso es lo que los hace extranjeros, extraños, y dolorosos a mis ojos. El hecho de que ellos, al llegar al pie de la escalera y admirar el paseo, no ven las fotografías antiguas, ven una playa soleada donde divertirse con sus barcas hinchables.

Yo, sin embargo, cuando miro el paseo, no veo ninguna playa. Porque yo sé que en la Costa Brava no hay playas, sino calas. Sé que esta costa, mi costa, es “brava” porque es rocosa, angosta y abrupta. Es “brava” porque el agua está fría y porque la arena no es ni fina ni suave. La Costa Brava es mar, tierra y pinos. La playa no tiene ninguna importancia.
Lo sé porque recuerdo mi infancia, cuando pescaba quisquillas con mi hermana en las charcas de agua que se forman entre las piedras, y cuando correr detrás de ella sin zapatos por las rocas punzantes me llenaba de orgullo. Aquel dolor caliente en la planta del pie es parte de Calella, y también lo veo cuando frunzo el ceño al salir del callejón.

Lo veo igual que veo los paseos en bicicleta, y el característico olor a pino y tierra seca, ese olor inconfundible que no se puede disociar del olor a mar en el Mediterráneo. “La verdor dels pins, la blavor del mar” [1]. También veo esos versos, que los turistas no entienden, a pesar de que están grabados a conciencia en la piedra, justo antes de llegar a la arena.

Frunzo el ceño y veo el sabor del tomate con albahaca, el frescor húmedo del aire en la terraza de casa en las noches de verano. Y el sonido de las cigarras y, de vez en cuando, el cuco. Ellos también pueden oírlo, pero, ¿jugaron, de niños, a escucharlo y repetir su sonido? Cucú, cucú.

Veo los baños, cortos y helados, contactos rápidos y cordiales con el mar.

Y también, al mirar el pueblo, veo las siestas en la barca, el sueño profundo mecido por el vaivén del mar. La sensación de despertar al final de una tarde de luz tenue y cálida, en una cala solitaria. El silencio, el grito de las gaviotas que sobrevuelan el mar.

Al salir del callejón y alzar la vista, también puedo oír las canciones de Serrat. Me vienen a la mente los versos de Mediterráneo, que siempre hemos cantado a bordo de una menorquina, camino de alguna cala lejana. Ellos no saben que Serrat componía sus canciones sentado en el bar de Calella, frente al mar; tampoco su madre les cantaba Marta en la cuna para que se durmieran, antes incluso de que pudiesen comprender la letra.

Miro Calella y sus arcos, y recuerdo las descripciones de Josep Pla: “El mar vist a través d’una arcada… ¿existeix una cosa més prodigiosament bella?” [2]. Pla, que vivió en aquellas fotos, era un pescador con un cuaderno de notas en el bolsillo. Leyendo sus memorias, sus diarios, reconociendo cada descripción, cada sonido, cada sensación, siento que participo de aquella época, de aquellas fotografías, de la verdadera Costa Brava, la que ya no existe pero que sigue viviendo dentro de mí, de todos nosotros, y en esos libros.

Yo tenía quince días cuando vi ese paisaje por primera vez. Según me dicen esa fue mi primera sonrisa. Y sí, es cierto, he tenido veinte veranos para llenar Calella de significado. Pero, ¿es ésa la diferencia con los turistas que veo en el paseo? ¿Es la falta de recuerdos y cultura local lo que hace que su manera de desenvolverse me parezca incoherente con mi pueblito? Aunque es cierto que yo los recuerdo con mayor presencia en los últimos diez años, el turismo invade las costas españolas desde los años 70. ¿Acaso no existe ya una cultura asociada a ese turismo? Hay millones de familias inglesas y alemanas cuyos hijos han crecido pasando los veranos de la Costa Brava. Sin duda tienen sus propios recuerdos, su propia cultura. De maneras heterogéneas han pasado, ellos también, a pertenecer al paisaje de Calella.

Lo que sí me parece distinto, sin embargo, entre ellos y nosotros, es la naturaleza de esos recuerdos, de esa cultura. Hace un rato afirmaba que yo sé lo que significa la Costa Brava porque recuerdo mi infancia. Pero, al repasar como acabo de hacer las cosas que asocio a Calella, me doy cuenta de que en el fondo no sé nada, porque Calella no es para mí más que una construcción, una idea. A mi madre le encanta contarme aquel fin de semana, en los años sesenta, cuando vio el pueblo por primera vez. “Aislado, silencioso, conservado. Maravilloso.” Ella y todos los demás barceloneses que, generación tras generación, desde los años cincuenta, ocupan la Costa Brava, nos han enseñado a construirnos una idea mitificada del lugar. La Costa Brava es para nosotros un idilio, un paraíso perdido que recuperamos cada primero de agosto.

Para los turistas, los extranjeros, Calella es también un idilio, sin duda. Pero no en el mismo sentido. Los europeos del norte, que no dejan de ser la gran mayoría de los turistas que nos visitan, comparan la costa española, caliente y soleada, al frío invierno de sus lugares natales. Su concepto idealizado se basa en el sol, el mar y la libertad.
Los barceloneses, creo, comparamos la Costa Brava a otra cosa. Porque, al fin y al cabo, sol, calor y playa ya tenemos en la ciudad. Por oposición a la costa valenciana o la costa malagueña, comparada con Benidorm, nuestra costa es nuestro orgullo de conservación, de preservación del patrimonio cultural de la antigua España pescadora. Es como una forma de patriotismo paisajístico, una especie de vuelta al pasado, al paraíso perdido. La Costa Brava es para nosotros un idilio por oposición a la invasión de la modernidad, del afán constructor español de finales de siglo pasado, de la sociedad capitalista, de la globalización. Así, por lo menos, nos enseñan a percibirla.

Y no es que nosotros no participemos de todo ese capitalismo y esa sociedad globalizada. Como ya he dicho, somos urbanitas, vivimos la mayor parte del año sumidos en ese mundo. Yo viajo, soy turista en otros lugares. Y no solo eso, porque incluso cuando, en agosto, huyo a Calella, me llevo mi aparatito para seguir conectada con el mundo. Soy, como no puede ser de otro modo, un sujeto globalizado. A aquellas siestas mecidas por el vaivén de mar suele seguir una larga conversación virtual con mi hermana, que vive en Nueva York. Sí, desde la misma barquita que flota apaciblemente sobre el agua cristalina de una cala aislada. Pero cuando aparto los ojos de la pantalla y veo las rocas, el mar y los pinos, tengo la absoluta convicción de que estoy participando de algo ancestral, algo profundamente local, único, puro. Así me han enseñado a mirar ese paisaje.

He crecido dejando que dos partes de mí se desarrollaran paralelamente, sin dejar que se cruzaran, que se contradijeran. Me han dejado creer que esos meses de verano existían aparte de todo lo demás, que se podía vivir ese idilio, que existía el paraíso. Pero al ver los turistas, la mentira se pone en evidencia. Es eso lo que me irrita. Es mi mentira y no su presencia. Ellos son la prueba de que Calella también participa del mundo real, que Calella existe en el siglo veintiuno. Y es cierto, es un producto de mercado que se vende como destino ideal para vacaciones familiares. No es ya ni por asomo el pueblito pescador mitificado e intacto, enmarcado, de las fotografías que cuelgan de la pared de mi recibidor. Así que soy yo, y mis contradicciones, lo que me asusta. Y por eso, y muy injustamente, me irrito contra ellos.

[1] “El verde de los pinos, el azul del mar”, verso de Joan Maragall.
[2] “El mar visto a través de un arco… ¿existe cosa más prodigiosamente bella?”

 
 

*fotografía tomada en internet. Créditos correspondientes a su autor. 

 

 

 

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