La neta del planeta

Con dinero baila el perro

/ por Mapi/

 

“¿Qué está pasando, México?” se repite una vez más. En esta ocasión estás en tu casa, acostada en tu cama; suena el teléfono y lo contestas: al otro lado se escucha “acaba de chocar”. Tu corazón se acelera, te levantas de la cama, llamas a tus familiares, pero ninguno responde. Al fin tu hermano te manda la dirección donde fue el accidente, él ya está cuidándolo y eso te da algo de tranquilidad. Después de unos minutos logras comunicarte con tu hermana y te explica lo que sucedió: “Un taxista venía en el carril del metrobús a alta velocidad y se estrelló contra él cuando daba la vuelta. Acababa de dejar a un amigo. El taxista traía pasajeros: una niña y una mujer, ambas están heridas. Ahorita estamos en peritos. Él está bien, no le duele nada a pesar de que las bolsas de aire salieron disparadas.” En ese momento sientes como si una cubeta de agua fría cayera sobre tí.

  Él tuvo suerte, pero el estado de los demás afectados te preocupa; quieres verlo, abrazarlo y calmarlo: decirle que todo saldrá bien; pero peritos está al otro lado de la ciudad. Tu madre no deja de rezar y tú comienzas a hacerlo al igual que ella, como si tu vida dependiera de ello: para que él esté bien, para que esa niña y esa mujer que iban a bordo del taxi también lo estén; lo haces para que se haga justicia, lo haces porque tienes miedo.

  Vuelven a llamar, es tu hermana: te dice que no vayas porque la zona está muy fea, pero insistes en ver cómo está la situación; te dice también que la aseguradora ya está con ellos, pero que el taxista no tiene seguro y que la ambulancia se llevó a las pasajeras. Preocupada, tu hermana te dice: “La niña no deja de llorar. No llevaban el cinturón puesto. La madre iba al frente y se golpeó la cabeza. Fue culpa del taxista, no se preocupen, todo saldrá bien.” Esas palabras te tranquilizan, pero al cabo de unos minutos llama de nuevo: “Le están echando la culpa, dicen que en el carril, en el que iba el taxista, se puede circular, porque hasta que no inauguren el metrobús, es legal. Las pasajeras son su familia.” Una punzada pasa por tu pecho.

  El taxista —que, por cierto, no llevaba su licencia de manejo—, iba a 90 km/hr, la familia no llevaba puesto el cinturón de seguridad, iba en un carril prohibido —aparentemente para todos, menos para él— y no tiene seguro. Te preguntas ¿por qué es culpa de tu familiar?, pero nada de eso importa ya: él debe pagar por todo e incluso corre el riesgo de ir a prisión. Las horas pasan rápido y el reloj ya marca las doce de la noche. Tus hermanos dejaron de llamar; no fuiste a peritos porque insistieron en que no lo hicieras; estás en casa, donde hay silencio y nada más.

  El teléfono vuelve a sonar: la esposa del conductor le dio el perdón a tu familiar, pero aún así, tuvo que aceptar la culpa. Le sacaron cierta cantidad de dinero para que “se solucionara más rápido el asunto”, pero como él no tenía la cantidad solicitada, vieron para otro lado. Al parecer el taxista tiene palancas por ahí porque no lo sancionaron, al contrario, quedó como una víctima. La “justicia” notó que tu pariente ya estaba viejo y, además, traía un Mercedes último modelo; le inventaron mil y un delitos para sacarle dinero. Tus hermanos creen también que compraron a la aseguradora, porque el hombre que llevó el caso, a pesar de ver el golpe y de contar con un testigo, concluyó: “Es su culpa, lo siento”, se encogió de hombros y se fue. De repente tu boca toma un sabor amargo. Al día siguiente lo viste, con moretones por todos lados. “¿Qué fue lo que pasó?”, le preguntaste y él te contestó: “La justicia, mija. Ya dejalo, no podemos hacer nada.”

  Ahora es cuando inserto una cifra exacta de choques o una estadística de corrupción en México, pero esta vez no es necesario; en primer lugar, porque no hay una cifra exacta de las “mordidas” que se dan al día, y en segundo, porque me asquea pensar que la mayoría de la población mexicana le ha dado dinero a los policías para salvarse el pellejo, y aún más asco me da, que nadie haga nada para detenerlo.

  Nos quedamos en silencio y luego nos quejamos de lo mal que está nuestro país sin buscar una solución, pero al parecer no queremos una; queremos victimizarnos, fingir que estamos hartos, pero si realmente lo estamos, eventos como estos dejarían de ocurrir.

  Y sí, posiblemente no sirva de nada que haya escrito lo anterior; quizás nadie lo lea, o quizás sí, pero no le tomen importancia. Pero tal vez —y digo tal vez—, mis palabras provoquen que una persona se asquee tanto como yo para decir: “Alto, no dejare que esto siga”; y sólo por esa persona es que lo escribo.

  Hoy le pasó a mi familia, nos pisotearon como cucarachas y no dijimos nada por miedo; pero si dependiera de tí hacer algo, hazlo. Sé la voz de todas esas personas que, por su posición social, por pena o ignorancia, callan. Todos tenemos algo en común, y eso es, que no levantamos la voz por miedo.

¿Quieres seguir alimentando la injusticia?

 

 
 

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