Helarte de vivir

EL ENCIERRO INVOLUNTARIO

/ por Beatricia Braque/

 
 

No me gustan los espacios abiertos. Por alguna razón necesito sentirme protegida y resguardada en un lugar ‘seguro’. Aunque constantemente la realidad me recuerda que no hay tal cosa como un ‘lugar seguro’. Me reconforta estar contenida dentro de cuatro paredes, en los espacios abiertos siento que podría disgregarme, evaporarme y de un momento a otro desaparecer. Evito a toda costa caminar sola en la calle, las pocas veces que lo hago me siento expuesta y vulnerable, como si cualquier cosa pudiera sucederme.

Hace 7 años tuve mi primer internamiento después de un brote psicótico provocado por cannabis. Pasé 2 meses encerrada con los más ilustres personajes. El que más recuerdo es un señor esquizofrénico de aproximadamente 48 años que se comportaba como un niño. Un día me dijo que había un perro labrador corriendo en el jardín. Otro día me dijo que había encontrado un nido de huevos de pato para que desayunáramos. Una semana después me dijo que en el jardín iba a caer un globo que traería una pregunta y que íbamos a participar en un concurso de televisión. Tendríamos que decir los nombres de los niños héroes y entonces ganaríamos un premio. Tenía ojos azules y amables, siempre estaba sonriendo. Había una señora bipolar que estaba ahí por intento de suicidio. Trató de ahorcarse y la cuerda se rompió, solíamos bromear y decirle que su gordura la había salvado. Me contó que tenía un niño de 8 años que cuando la veía triste le decía, “¿Mamá, nos matamos?”.

  Durante 2 meses ese fue mi hogar. Jugábamos cartas, veíamos una hora de tele juntos en la sala, desayunábamos, comíamos y cenábamos juntos. Durante 2 meses caminé de un lado a otro como animal en cautiverio y comí por ansiedad. Y justo como les sucede a los animales en cautiverio, cuando me liberaron no estaba preparada para sobrevivir.

  3 años después vino mi segundo internamiento, esta vez en un centro de rehabilitación. Como las aves que abandonan su jaula y de pronto se enfrentan a una realidad que les parece inmensa e inabarcable, regresé al cautiverio. Esta vez a un cautiverio hostil, en donde había gritos y maltratos. Y aquellos compañeros amables que recordaba del primer encierro involuntario volvieron convertidos en adictos ansiosos. Esta vez no pude refugiarme en esas pequeñas distracciones entre juegos y risas, esta vez tenía miedo y me hacían dudar de mi propia cordura en todo momento.

  Quizá debería ser al revés, debería odiar los espacios cerrados, pero aprendí a ser abrazada por ellos. Me aterra volar.

 
 

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