Voluta desdibujada

Hitler sólo necesitaba clases de yoga

/por Alan García Ortega/

 

Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.”

-Blaise Pascal

 

 

En mi primera clase de verano en línea, la maestra pidió que nos presentáramos con los datos de siempre: nombre, carrera, semestre y nuestras expectativas del curso. Éramos 71 estudiantes y  durante media hora no hubo ninguna sorpresa; luego llamaron a una chica que, a pesar de haber prendido su micrófono, se quedó callada mucho tiempo. Empezó a hablar con voz entrecortada y, cuando la maestra se atrevió a preguntarle si estaba llorando, respondió que sí. Su familia había estado peleando antes de la clase, pero ella sintió que debía hablar de todos modos. La maestra le dijo que podía presentarse al día siguiente y continuamos después de intentar, en vano, animarla.

 

          Su historia se ha vuelto un lugar común en los últimos meses. Las cifras de violencia doméstica, cada vez más altas, destapan algo que en realidad no es sorprendente: la gente no quiere, o más bien no sabe, estar en su casa.

 

          El mexicano es hiperactivo, desmadroso. A la mayoría le gusta salir, hablar o manejar rápido. Nos es difícil quedarnos quietos: necesitamos una distracción que no se asiente en la misma actividad o los mismos pensamientos todo el tiempo. Debe cumplir, sin embargo, dos requisitos: sencillez y corporalidad. Es imposible leer o ver una película sin alguien con quien comentarlo, pues termina en aburrimiento y, si no se controla, el aburrimiento puede volverse peligroso.

 

          Creo que es una necesidad primitiva y el mexicano puede llevarlo al extremo. Siempre nos ha gustado el ruido, la diferencia es la diversidad con que viene hoy en día. Puede ser eso: ruido o sonido de fondo, algo auditivo; pero también, la mayoría de las veces, el timeline de Facebook, las historias de Instagram, las tendencias en Twitter. Con una columna de opinión como esta pasa lo mismo, al menos cuando se lee como parte de un montón o una sola muchas veces. Ahí está el ruido, en la repetición vacía, simple, sofocante, de algo que nos mantiene ocupados mental y corporalmente (a veces el movimiento de los dedos es suficiente).

 

          Nos hace daño y lo notamos. Varios de mis amigos tienen depresión y/o ansiedad, y ven las redes sociales, si no como una de las causas, sí como un agravante. Al principio es chistoso ver un pleito causado por una foto de López Obrador. Pero luego se alarga, nos damos cuenta de que las otras publicaciones van a ser iguales y pasa a ser triste. Sucede lo mismo con el ruido de fondo, sea la tele, la radio o la casa que están construyendo enfrente. Lo aguantamos un rato e intentamos seguir el día con normalidad, pero eventualmente nos hartamos y necesitamos silencio –si acaso para empezar nuestro ruido.

 

          El problema es la mezcla aleatoria, aunque también organizada, de contenidos. En los periódicos, al menos, hay secciones. Las caricaturas están en una página y las noticias en otra, y éstas, a su vez, también están divididas. En las redes sociales no. Ahí, uno pasa del chisme a la tragedia en una ojeada. No hay descansos o espacios entre estados de ánimo, ni horarios para ver una cosa u otra. Todo viene de golpe y, por acostumbrados que estemos a ello, no lo aguantamos.

 

          Sin embargo, lo aceptamos, lo adoptamos y ya no podemos imaginarnos otro estilo de vida. Mis amigos, a pesar de todo, pasan mucho tiempo en Twitter y son los primeros en admitir que se ha vuelto una adicción. Irónicamente, lo necesitan para escapar: se distraen viendo memes y se desahogan publicando cosas que, quizá, sus seguidores no deberían leer. Y todos, quiero pensar, estamos expuestos a esa contradicción, pues apela al miedo que tenemos de encarar nuestros problemas, un tema del que no suele hablarse pero del que siempre estamos conscientes.

 

          Estar en silencio implica, para la mayoría de la gente, estar solos ante lo que más nos disgusta de nosotros mismos, y encararlo implica ver que nuestra vida actual no es la mejor o, simplemente, que no cumple nuestras expectativas. No queremos lidiar con algo así: toma tiempo y energía, nos entristece. Preferimos alargar nuestra felicidad fragmentada a costa de una plena y relevante, incluso si significa adentrarnos en discusiones o noticias que fomentan el alarmismo. Y es que resulta más fácil –al menos un poco– vivir conociendo los conflictos externos a nosotros, como si no pudieran afectarnos, como si nosotros fuéramos el centro o punto de referencia.

 

          Las consecuencias son evidentes: te voy a insultar porque me estás llevando la contraria; no intentaremos, sin embargo, llegar a un acuerdo o tan siquiera pensar qué vamos a decir, pues eso nos llevaría a lo que queremos evitar. Queda una cadena de insultos, mentadas de madre, argumentos vacíos; un círculo vicioso que no tarda en involucrar a otros y hace más grande la cadena. En el mejor de los casos no pasa de ahí, pero tampoco hay que descartar la posibilidad de trascendencia: que nuestro odio hacia quien sólo está en la pantalla se convierta en algo íntimo, tangible y perpetuo; que, eventualmente, nuestro miedo a la calma llegue a la violencia.

 

          La solución, si es que existe tal cosa, es aprender a callarnos. Callarnos tantito, aunque sea unos minutos, completamente y todos al mismo tiempo. Es decir, apagar el ruido, los distintos tipos que existen, sin importar cómo nos haga sentir al principio. Aceptar que nosotros también podemos ser un lugar común y, ¿por qué no?, resolverlo.

 

 

 

Imagen tomada de internet. 

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Tags :#redes sociales#ruido

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