Hay que hablarlo

Pandemia

/ por Natcisa/

 

¿Necesito quedarme en casa para estar a salvo? ¿Necesito alejarme de todos para no resultar una víctima más, un número más? ¿Realmente estoy a salvo en casa o el mal también puede entrar aquí? Ya no sé qué pensar. Sé que el mundo gira y se desplaza todo el tiempo, pero ahora parece que somos nosotros quienes no dejamos de dar vueltas: un problema, una catástrofe ambiental, una situación de salud, una detrás de la otra.

 

        Recuerdo cuando mamá nos contó que mi abuela tenía que caminar con un garrote en mano para poder llevarla a la estación de autobuses. Quizá por mi edad, escasos ocho años, aún no comprendía lo que eso implicaba. ¿Por qué tendría que portar un objeto para defenderse? ¿De qué tenía que estar prevenida? Supuse sería por ladrones, por una inseguridad general, es decir, que si andaba con  mi tío también tendría que ir así, protegida, por si los atacaban. Conforme fui creciendo me di cuenta que no era así. Si mi abuela caminaba con un garrote cuando iba con mi mamá era porque tenían que protegerse con algo por ser mujeres. ¿Acaso es un castigo haber nacido con una vagina? ¿Por qué por ese simple hecho tengo más probabilidad de ser violada o asesinada?

 

        Estaba aún pequeña y no comprendía por qué mi hermana menor y yo no debíamos salir solas de casa mientras que mi hermano mayor sí podía. Pasaban los años y yo seguía con esa incertidumbre, incluso recuerdo las veces –muy contadas veces– que a mis dieciséis no me dejaban salir por la noche si no iba acompañada de un hombre, ya fuese mi hermano o un amigo. Me enojaba como no tienen idea, ¿tan débil me veía? ¿No creían que pudiera defenderme? Ahora me doy cuenta que no era por eso. Tenían miedo de que me defendiera y que, gracias a mis impulsos, la situación terminara mal, para mí, porque si algo me define es que soy demasiado aventado. Cuando iba a botar a las canchas de básquet,  me irritaba que por ser mujer, los hombres que ocupaban la otra mitad de la cancha me creyeran inferior e intentaran quitarme mi espacio. Me les ponía al brinco y eras tú, papá, quien me pedía que no les hiciera caso y que mejor nos fuéramos. ¿Por qué? ¿Corría peligro al defenderme? ¿Necesitaba acaso defenderme? ¿Confiabas en aquellos amigos que me cuidaban cuando salía? ¿Corría más peligro junto a ellos o sola?

 

        Quizá por eso siempre deseé ser hombre. Miraba con fascinación la libertad que tenía mi hermano, las oportunidades que tenían mis amigos, el deseo de comerse al mundo sin que –por su sexo– las cosas se les vinieran encima. Y no me malinterpreten, ser mujer no me molesta, que me confundan con vato de vez en cuando tampoco. Mi molestia radica en el hecho de no estar segura, ni en mi propia casa, ni con aquellos que se hacen llamar amigos; «uno nunca sabe», dirían ustedes.

 

        Dado todo lo que ya he dicho, no entiendo cómo me dejaron viajar dos veces fuera del país sin ustedes y cómo me siguen teniendo en otro Estado estudiando. Yo sólo quería ir y conocer cuanto pudiese y me enojaba si no me dejaban. No sé cómo confiaron en la familia montrealense que me recibió o en la señora que iba cuidando a treinta niñas más o en Puebla, uno de los Estados más peligrosos para ser mujer. De mis quince a mis diecisiete años no me pasaba por la cabeza el riesgo que corría sólo por mi sexo. Creí que querían detenerme, evitar que conociera «el mundo exterior», o que eran sobreprotectores. Sin embargo, ustedes sólo querían que mi nombre no apareciera en las noticias del día siguiente. Siempre me decían «cuando tengas hijos lo entenderás», a lo que les respondía «ni hijos quiero tener». Pero no es necesario para poder entenderlo, sólo hay que ser un poco más humanos.

 

        Dicen que la mujer siempre escribe desde su mera condición de mujer. No lo dudo, pero lo veo más bien como la condición de un ser reprimido que al fin se decide por alzar la voz. Antes del 9 de marzo, de este año, se tenía la estadística de que 10 mujeres no regresaban a casa en México, o así lo decían para evitar que no sonara tan feo.

 

10 mujeres son asesinadas al día. 

Ocurren, mínimo, 10 feminicidios diarios. 

Diez asesinadas al día, no a la semana, no al mes.

 

        Empero, las mujeres comenzamos a alzar la voz. Hubo marchas, performances, peticiones públicas. Se hizo la marcha del 8 de marzo. Hubo paro nacional el 9 de marzo. Ante esto, los medios de comunicación mexicanos, y sobre todo el presidente de México, nos veían como los malos, «dañábamos» la imagen del país, «esas no eran formas», «el primer mundo no hace esas cosas». Pero, ¿vieron las noticias internacionales? Ahí no éramos los malos, éramos quienes queríamos ponerle punto final a la violencia contra la mujer.

 

        Sé que ustedes no van tanto con las ideas de salir a marchar y a protestar, principalmente porque corro peligro al alzar la voz. Sé que de alguna manera me apoyan, y lo siguen haciendo. Sin embargo, no sentí que pelearan con nosotras, conmigo. Una que otra persona parecía ya tomarnos en serio, querer ayudar, nuestra voz estaba siendo escuchada cuando, de la nada, algo más nos arrebató el micrófono; nos han callado de nuevo, como siempre. Supongo esto le pasó a la mayoría de las mujeres. Suele sucedernos que al fin alguien nos escucha, alguien nos hace creer que merecemos la oportunidad de ser escuchadas —nos han acostumbrado a sentirnos invalidadas, ignoradas, censuradas—, y justo entonces, lo perdemos todo. Creímos tener el triunfo del cambio tan cerca de nuestras manos que, al perderlo, no sólo sentimos un nudo en la garganta, sentimos un nudo retorciendo lo poco restante de nuestro cuerpo.

 

        «¿Te imaginas ser mujer en México?» Escriben varios periódicos para llamar la atención. ¿Quieres saber mi respuesta? Vivimos en cuarentena desde que nacimos. ¿Te has puesto a pensar que así hemos estado viviendo nosotras los últimos meses y varias desde que llegaron al mundo? ¿Volverán a tomarnos en serio?

 

        Vino este virus y ahora sí se volvió otro tema principal de la agenda pública para resolver. Mandan mensajes y cadenas en WhatsApp, correos electrónicos y comunicados en medios oficiales de cómo protegernos para no contagiarnos, de qué hacer para prevenir, qué hacer en caso de contagio, y de hacer la cuarentena obligatoriamente. Déjame decirte que la verdadera pandemia la conforman aquellas cosas que nos acechan incluso dentro de casa y que en vez de contagiarnos nos quitan la vida, si es que tenemos suerte, si no, se «divierten» un rato y perecemos lenta y dolorosamente.

 

        No estoy diciendo que está mal la cuarentena por la pandemia del COVID-19, incluso me encuentro encerrado en casa y pido a los demás que se cuiden. Lo que estoy diciendo es que estoy enojada por la falta de importancia a los feminicidios. Tan fácilmente el tema ha pasado a segundo plano. Nos olvidan como olvidaron a los estudiantes y al civil asesinados en Puebla. Las personas se están frikeando ante la posibilidad de contraer el virus y fallecer, pero no las vi de esa manera cuando los periódicos se llenaban de nombres de niñas, jóvenes y mujeres adultas violadas, torturadas, asesinadas, descuartizadas. Sí, tengo miedo de que mi abuela se contagie de COVID-19 y fallezca. Sin embargo, a la fecha, tengo más miedo a perderla porque es mujer, porque decidan asesinarla.

 

        Quisiera que el país, mejor dicho, el gobierno, me cuidara como cuida a sus monumentos, como reacciona ante una pandemia que tardó en comenzar a cobrar vidas en México —con todo el debido respeto a las víctimas y a sus familiares—, cuando esta situación de los feminicidios en México ya tiene más de veinte años jugando a ser la reina del inframundo. Ojalá no se me castigara por nacer con cierto sexo. Ojalá la cuarentena en casa contra un virus fuese tan «efectiva», no que, incluso en casa, algo puede entrar a cobrarse mi vida sólo por satisfacerse o quienes sufren de violencia doméstica se encuentran ahora en mayor peligro.

 

        A mí qué me importa que me suceda, pero si un día es mi hermana quien no llega a casa, quiero que sepas que ese día habremos muerto las dos, nos habremos perdido al mismo tiempo: una en cuerpo y la otra en espíritu. Si un día es mi hermana quien no llega a casa te prometo seré lo más imprudente e impulsiva que pueda, su nombre no se va a olvidar, no será otra estadística a enlistar, no permitiré que nos quiten a una más.

 

        Espero no tengamos que desaparecer para que los demás nos ayuden a alzar la voz, ruego porque nadie tenga que pensar «es mi hermana, hija, madre…», o «es la hermana, hija o madre… de alguien más» para apoyarnos; es un ser humano, un individuo, eso es más que suficiente. Si un día me toman, juro no fue mi culpa —nunca fue, es, ni será nuestra culpa—, y juro que lo último que pasará por mi mente serán ustedes y las diez mujeres que matan día con día.

 

 

 

 

Los textos así como su contenido, su estilo y las opiniones expresadas en ellos, son responsabilidad de los autores y no necesariamente reflejan la opinión de la UDLAP. (Para toda aclaración: esporarevista@gmail.com)

Tags :COVID-19CuarentenaFeminicidiosPandemia

Te podría gustar