Voluta desdibujada

¿Soy una chica linda?

/por Alan García/

 

Otra vez el malestar. He pasado mucho tiempo con mis amigos, pero al estar solo, pese a mi buena disposición, me echo en la cama casi todo el día. A veces encuentro motivación para escribir y leer; la primera, sin embargo, ya es más una disciplina que un capricho y la segunda me da sueño al cabo de unas cuantas páginas. En estos casos salgo a caminar, una forma activa de meditación. Pero hace unas semanas, cuando empezaba a retomar el hábito luego de mucho tiempo, me salió una verruga plantar.

 

Trato de darme cuerda. Mis amigos son de mucha ayuda; su compañía basta para que me sienta tranquilo. También la comedia. No me refiero a la idea de que en nuestros peores momentos buscamos reír ni al equívoco de que el chiste –su producción y apreciación– nace de la miseria. Me gusta reír, eso es todo. A veces ni siquiera me río, sólo pienso en los chistes como se piensa en un texto: una apreciación más allá del efecto emocional –formalista, dirían algunos, aunque soy consciente de lo patético que resulta ese tipo de análisis para la comedia. Y en medio de lo anterior, a veces de manera simultánea, Instagram.

 

Siempre he querido evitar las redes sociales. Tengo Facebook y durante mucho tiempo estuve en Twitter; a principios de este año TikTok se volvió un hábito, casi un espacio seguro, pero lo desinstalé porque mi celular, tan viejo, no lo aguantó; nunca he dejado YouTube, en parte porque me han dicho que es otro tipo de plataforma y eso me basta para seguirlo usando. Todas ellas, a la larga, me han hecho daño. Como para mucha gente, fueron los primeros lugares a los que acudía cuando empezó la pandemia, pero no tardaron en volverse un catalizador o, de plano, la causa de mi ansiedad. Empecé a usarlas poco antes de cumplir once años; es decir que cuando todavía era un niño, me expuse a una cantidad, velocidad y tipo de información para los que alguien no está preparado a esa edad. Pero no he podido dejarlas. Aunque para la gente soy un anciano, feliz viviendo en otro tiempo, siento que debo enterarme de todo, desde la noticia más remota hasta los lugares que visita mi familia. De lo contrario, un sentimiento inevitable: fear of missing out, que es a fin de cuentas otro tipo de ansiedad. Deje o no las redes sociales, el resultado es el mismo.

 

Por eso me prohibí Instagram durante varios años. Era para mí la elevación ad nauseam de lo malo en otras plataformas. Es, quizá, la que más se basa en la imagen personal, la imagen a secas. Mientras que en Facebook, por ejemplo, se prioriza el meme o el texto –caso más raro–, Instagram se basa en el contenido, digamos, corporal; Twitter es puro texto, bueno y malo, y las fotos o videos tienden a ser un mero complemento; TikTok también se basa en la imagen, pero una imagen móvil, más una personalidad que un modelo físico, estático. El objetivo de toda red social, cabe señalar, es la creación de un perfil, a un tiempo reflejo y molde artificiosos de nuestra vida. Lo que diferencia a Instagram es el enfoque. No busca la creación de un perfil tanto como el perfeccionamiento de uno de sus aspectos. 

 

Muchos nos han advertido de las consecuencias: baja autoestima, déficit de atención, trastornos alimenticios y, en general, descontento con nuestra cotidianidad. Si bien todas ellas también son consecuencias de otras plataformas, crecí viéndolas como una propiedad exclusiva de Instagram y las encapsulaba en una idealización de lo superficial.

 

Hace poco, sin embargo, noté que Facebook le crea automáticamente una cuenta a sus usuarios. Al principio la usé poco; sólo seguía a quienes me seguían y la única foto que subí, para felicitar a un amigo por su cumpleaños, fue un apretón de manos entre Peña Nieto y López Obrador. Luego de varios meses entrando desde Chrome, por fin descargué la aplicación para compartir un meme. Naturalmente, me puse a explorar otras funciones. Tardé en agarrarle el gusto, pero con los reels –que se adaptan a los gustos de uno en cuestión de horas– y la página de “Explorar” me di cuenta de algo que debía ser obvio desde hace mucho: el contenido es más variado de lo que pensaba. A estas alturas, de hecho, casi no encuentro selfies; normalmente aparecen paisajes, pinturas, escenas de películas y, por alguna razón, skaters talentosos. No digo que soy parte de la norma. Es probable que mi algoritmo represente un nicho muy alejado del contenido más frecuente. Pero ese nicho es más grande de lo que unos minutos en la aplicación pueden hacernos creer.

 

El argumento de la superficialidad es, paradójicamente, superficial. Reduce a millones de personas a una sola intención y un solo motivo. Mi papá, hablando de las personas que suben fotos de comida, decía que buscaban lo que busca cualquier usuario de redes sociales: atención. Aun si le diéramos la razón, habría que explorar las dimensiones de esa palabra. Hay, por ejemplo, quienes sólo buscan la atención de ciertas personas, tal vez para sentirse mejor o reconectar con ellas, acaso indirectamente. En el poco tiempo que llevo en Instagram, donde he sido aun más activo de lo que llegué a ser en TikTok, he visto que la atención –positiva– puede confirmar, o más bien reforzar, el valor que le atribuyo a lo que publico; no a las publicaciones en sí, sino a lo que hay en ellas. Si comparto una buena experiencia, ver que a otros les gusta me hace apreciarla más. El solo hecho de compartir me permite ver ciertas cosas a distancia, desde otros ángulos, sobre todo si recibo comentarios. 

 

Pero ante todo, en mi caso, está la autoestima. He subido un par de historias con mi cara, algo que hace unos meses habría sido imposible debido a que siempre me he considerado feo. Empecé a hacerlo motivado por mis amigos y por ellos lo sigo haciendo. La correlación, claro, no es causa, pero desde entonces me es más fácil mantener una conversación y, en general, no me siento tan incómodo con mi cuerpo. Percibo la réplica: el aspecto físico no es tan importante. Tampoco, en cambio, es completamente prescindible. Bien que mal, es parte de lo que nos constituye, y tratar de cultivar nuestra relación con él o, al menos, sentirnos bien con él, es tan válido como la atención que le ponemos a otros aspectos.

 

Aun así, los riesgos persisten. Mi gusto por Instagram puede convertirse en un vicio, y ver que a otros les gustan ciertos ángulos de mi cara puede, a la larga, limitarme y obsesionarme. Por otra parte, es inevitable compararse, lo que puede hacer que me frustre con mi estilo de vida, o bien fijarlo –desde la ropa que uso hasta la decoración de mi cuarto– a costa de lo que verdaderamente quiero. No conozco las estrategias para evitarlo. Únicamente puedo recordarme que estar en Instagram es una de tantas actividades y que el contenido, aunque influye en la realidad, no es ella del todo.

 

 

 

 

 

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