Condado

Sobre el control

/ por Gabriela Suzán/

 

Sentada, las manos en el descansabrazos, la mirada fija en la pantalla resplandeciente: el disfraz de pensar. No está ahí presente, palpable, como si el contenido de la cabeza se hubiera vaciado y solo quedara el cuerpo. El recipiente, tras el momento perdido, se llena de electricidad y expulsa movimientos impredecibles, incontrolables, revoloteantes. Medio minuto de incredulidad, de burla, una broma. Dos minutos de llanto, gritos. Caos. Concluye el tercer acto en pausa total, un acercamiento a la máscara de cal con la boca que derrama sangre.

 

Yo sentada en el asiento trasero del Clío, mi mamá me lleva a la escuela. El único semáforo en el trayecto. Todo claro, transparente. Un carro rojo delante de nosotras empieza a andar y a medio cruce otro, color indefinido, avanza sin mirar al frente. La velocidad niega la luz roja. Mi cuerpo azota en el asiento. Movimientos circulares y vapor nublan mi visión. El torbellino para; deja como regalo un monte color universo en mi frente y un pequeño río rojo en el cuello de mi mamá.

 

Tanto estar en un choque como el ver a mi prima convulsionarse marcó mi forma de pensar. Más que nada, mi forma de preocuparme. El primer año no soportaba subirme al carro sola con mi mamá, ni dormir en el mismo cuarto que mi prima. Después se transformó en una preocupación constante sobre el estado de las dos, realmente de cualquiera que conociera. Miraba constantemente el marcador de velocidad, no dormía hasta que todos llegaran, notaba la hora de las pastillas. A pesar de eso, cerraba los ojos cuando un carro pasaba a medio metro de la ventana, o cuando hablaban de otro ataque y medicamentos para mi prima. Para olvidar o cambiar el recuerdo. Tratar lo imposible.

  Empecé a ver lagos platinados que obstruían mi visión, y luego el vómito por el dolor de cabeza tan agudo. Todo se concentraba en ese punto derecho del ojo, que parecía al mismo tiempo uno de la frente y ocupaba el volumen de mi cráneo. No podía aferrarme a la visión normal, al control de mi cabeza y mi cuerpo. Comenzó.

  Me comí la angustia, no para digerirla: para absorberla. Yo creía que también tenía epilepsia, que en cualquier momento mi cuerpo expulsaría toda la electricidad acumulada, pero no me imaginé que trece años después de haber visto a mi prima en ese estado, sabría que mi epilepsia es distinta. Que mi pérdida de control era más en los sentidos que en el movimiento. Tan difícil de comprender, de ver y encontrar palabras que le correspondan, que le den sentido. Como si hubiera una tela entre la piel y el perceptor en el cerebro que obstruyera su comunicación, que solo dejara sentir el roce de las cosas pero no la realidad de su textura. Como si la vista estuviera siempre nublada aunque técnicamente no haya ningún vapor; los ojos operan bien pero dentro de la frente hay algo que absorbe la imagen y llega al cerebro desabrida. Como si las palabras, los sonidos, no asumieran su concordancia con otros, como si fueran independientes, sin conexión. Y su resistencia encripta el mensaje de cualquier voz, de toda la música. De este mismo texto. Mi cerebro cubierto por el residuo del monte color universo: la tela que pretende proteger pero no deja entrar la realidad, que me retiene de la percepción completa. Estoy aturdida.

  Sin conexiones ni control. Ver a la mayoría sentir todo lo que escuchan y lo que viven, ver que están seguros de sus reacciones. Parece que no necesitan, como yo, ese momento reflexivo entre el suceso y la reacción. Al pensar en todo lo que se puede hacer, se anula la certeza del ser, no se dejan fluir los instintos ni los pensamientos iniciales. Ya abrazo tanto deseo de control en mí, que perdí el reconocimiento de mi personalidad. A pesar de que busque dejarme llevar por mis sentimientos. Es el único control que sostengo, el de reflexionar mis reacciones, aunque realmente no están conectadas a mí ni a la realidad. Es ficticio, tan nebuloso como el mundo que veo. Comprendo y me repito que sí hay control y conexión, pero están mal dirigidos, que en vez de enviar choques neurona con neurona, los cables no están unidos y se envía toda esa energía a mis ojos. Las lagunas platinadas.

  ¿Cuál es la importancia de esto? ¿de qué sirve tener convicción de lo que ves? ¿por qué siempre debo preguntarme si lo que estoy viendo, lo que estoy viviendo, lo que estoy sintiendo es real? ¿si yo soy real?, ¿si tú eres real? No sirve de nada, nada más que para alimentar la obsesión. Pero no puedo pensar, no puedo ver. Estoy escribiendo y no recuerdo las palabras.

El tiempo se convierte en pasado o futuro, el presente es un persistente pasado a analizar. Un querer regresar a calmarme a mis nueve años, querer ayudar a mi prima en lugar de instruirme ahora, retrasar el arranque del carro en el alto. Es más fácil desear cambiar el pasado que levantarme de la cama; concuerda más con la cuasi vida fantasmal en la que me encuentro perpetuamente. Mi presente es querer transformar cada error que noto, querer tomar el poder completo, querer suprimir cualquier situación que implique hasta un segundo de pérdida de control: volantes en manos ajenas, la salud de familia y amigos, problemas ajenos a mí, mis propias reacciones. Para que sea todo perfecto. No para mí, para los demás. Porque no sé lo que quiero, lo que necesito, no puedo verlo ni escribirlo, porque perdí mi control y mi realidad, porque ni estoy segura de mi existencia. Quiero jugar a Dios: ilusorio, tonto y sumamente controlador.

  Pero me inculcaron la idea de seguir los sueños y deseos, de construir una idea clara del futuro para poder al fin ser feliz. Hay una constante nostalgia que avientan los medios sobre un tiempo mejor, la infancia simple, Disney y juegos. Nunca hablan de ver ahora, ver el pasto, aquí, las nubes, tu perro. Excepto a través de la tele, de la computadora o el iPhone. No hay conexión con el presente, con el ambiente. Y cuando se puede, parece insuficiente, algo está raro porque no se quitan la capa protectora, la misma que nubla la vista, la tela encima de la piel.

  Tratan de encontrar una solución a mi no-estado. Pastillas blancas, naranjas y rosas que calman mis nervios y estabilizan mis desapariciones, pero sigo sin existir, al menos no completamente. No como recuerdo que antes existía, ¿o construí una idea de cómo era sentir todo plenamente cuando en realidad siempre es así de nulo, confuso, irreal? ¿Lo construyeron para mí?

  ¿Qué acabo de escribir?

 
 

Los textos así como su contenido, su estilo y las opiniones expresadas en ellos, son responsabilidad de los autores y no necesariamente reflejan la opinión de la UDLAP. (Para toda aclaración: esporarevista@gmail.com)

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