Condado

Aquí

/ por Amanda Macias/

 

Con las recientes elecciones pareciera que el patriotismo se manifestó en más de un mexicano. Fui testigo de las acaloradas discusiones sobre cuál candidato sería la mejor opción. No sé mucho de política, así que no me metía en esos temas. Tal vez otra razón de mi poco interés es porque no le tengo esperanzas a este país.

  Probablemente la causa más importante de que no me guste el lugar donde vivo es la delincuencia. Me basta entrar a Wikipedia y leer las primeras dos líneas, de la entrada “Delincuencia en México”, para saber que los índices delictivos van en aumento desde 2011, siendo los principales el robo a transeúntes, el secuestro y el homicidio doloso, este último en gran medida debido a la guerra con el narcotráfico. El portal del periódico “El País” anuncia que, entre este año y el anterior, México registró el nivel más alto de violencia en los últimos 21 años.

  Pero, sin leer internet, sería suficiente salir a la calle para darme cuenta de que cada día hay más violencia e inseguridad. La colonia donde vivo era un lugar tranquilo. De niña, a los cinco o seis años, acompañaba a mi hermano, que entonces tenía siete u ocho, a comprar las cosas que mi mamá necesitaba para cocinar o para otras tareas de la casa. No eran distancias largas, pero podíamos ir solos, sin preocupaciones.

  En las últimas semanas los vecinos se han organizado para aminorar los asaltos ocurridos en varios locales. Crearon grupos en whatsapp para informar de los delitos que se cometen en la colonia, han comprado silbatos para alarmar cuando algún suceso de estos esté ocurriendo, para que todos salgamos a atrapar al delincuente. El presidente de la colonia nos aclaró que no debíamos lincharlo, sólo retenerlo hasta que las autoridades llegaran, y si lo soltaban luego de tres días no importaba, eventualmente dejarían de delinquir al darse cuenta de que los vecinos estábamos organizados. O eso creen. Y no es que quiera que ocurran linchamientos, me parece una de las peores opciones para hacer justicia.

  Sin embargo, no sé qué me molesta más, si que los civiles tengamos que llegar a estas instancias, vigilar las calles, que no haya gente ajena a la colonia, comprar incluso machetes o armas blancas por si se ocupan, o que los supuestos encargados de ello estén coludidos en la delincuencia. Hace años vi un documental sobre el cártel de Sinaloa y su modo de operar: entre otras cosas, revelaba que salen a dar rondines a la ciudad, con un par de modestas metralletas, para asegurarse que los vendedores estén haciendo su trabajo o que no haya contrarios en su zona. Cuando los policías los paran por revisiones de rutina, a los traficantes les basta decir “estamos trabajando” para no ser molestados.

  Quizá ya no debería, pero aún me parece increíble que exista tanta mafia. Tal vez los policías no lo hacen gratuitamente, además del miedo que los traficantes les infunden, también les dan una tajada por permitir que ellos trabajen. Esto hace que me cuestione cómo se podría combatir la delincuencia, si los organismos responsables son parte de ella.

  No basta la intranquilidad de sentir que asaltantes, ladrones, secuestradores, violadores, están cada vez más cerca y más libres, aunado a eso me toco la fortuna de ser mujer. Ser mujer en un país en donde mi género es sinónimo de muerte. Eché un vistazo a las estadísticas para encontrarme con que en México siete mujeres son asesinadas cada día, solo 25% de los casos se investiga como feminicidios. Siete mil cuatrocientas cuatro mujeres han sido asesinadas desde el 2012. Siete mil cuatrocientas cuatro en menos de seis años. Siete mil cuatrocientas cuatro.

No me parece agradable vivir en un país que me obliga a andar paranoica por las calles, vigilando que ninguna persona se acerque demasiado, alejarme rápidamente si un carro se detiene sospechosamente. Que me obliga a rezar todas las oraciones que me sé, pedirle a Dios o a la vida, a lo que sea, que me deje llegar a salvo a mi casa. O a memorizarme la cara del sujeto sentado junto a mí en el camión, para poder dar un retrato hablado en la policía si decide hacerme algo, fijarme en cada seña que me ayude a identificarlo. O a pensar en mi mamá, en si al final del día voy a verla de nuevo y escuchar su voz, en si se habrá fijado cómo iba vestida, por si le toca ir a la delegación a decir que no volví, que no me encuentra.

  Y soy afortunada. Si salgo de noche mis papás o mi hermano me acompañan a la puerta del sitio en que estaré y ahí me recogen. No necesito ride de ningún “amigo” para que después, con unos alcoholes encima, sienta el derecho de cobrarse el favor, ni de tomar un Uber sola. Siempre que pueden van por mí a la universidad e incluso me llevan, evitando que tome un camión en el que puedo ser manoseada, o que camine por calles sin gente, en donde soy más vulnerable a un abuso o un secuestro, aunque eso afecte sus actividades personales, todo para que llegue segura. ¿Y las que tienen menos suerte que yo?: las que viajan en camión después de las diez de la noche, rodeadas en su mayoría de hombres; las que caminan por largas calles solitarias porque el transporte público no llega a sus colonias. ¿Qué pasa con las que están siendo abusadas sexualmente por sus parejas y no lo saben, porque creen que es su deber?

  La mayoría de los feminicidios han mostrado un avance nulo en las investigaciones, e incluso se les ha pedido dinero a los familiares de las víctimas para que el caso permanezca abierto, para tener derecho de saber qué ocurrió con su pariente o, con suerte, para ver al culpable encerrado. Me parece deleznable. De nuevo la corrupción presente. Pero también la pobreza. Además de ser víctima de quienes creen que tu condición de mujer te conduce a ser violentada, hay que convivir con el hecho de que no contar con los recursos suficientes limita ciertos derechos.

  Y no solo las mujeres son víctimas de la pobreza, basta saber que el 7.6% de la población vive en pobreza extrema, es decir 9.4 millones de personas, y si pareciera un índice bajo el 43.6% de la población vive en pobreza. Casi la mitad de la población mexicana. 53 millones de personas que no pueden cubrir sus necesidades básicas, como salud, vivienda, alimentación y educación. 53 millones de personas que hacen una comida al día, y toman agua caliente para sentirse satisfechos. 53 millones de personas sin condiciones salubres de vivienda porque no hay desagües en sus baños, ni agua potable.

  He visitado algunos estados en México, y probablemente Chiapas haya sido el que más impacto tuvo en mí. A cada paso había personas pidiendo un poco de comida o agua, niños que vendían manualidades a cambio de cualquier moneda. Incluso establecieron casetas propias: paraban los carros con un cordón sostenido por hombres de un lado y del otro y te pedían dinero para poder seguir tu viaje. No sé de qué otras maneras obtengan dinero. Caminando a la ciudad para vender lo que cosechan, o las artesanías que elaboran. Pero sé que no les alcanza, que los niños tienen cuerpos de bebés por la desnutrición. Que las casas están improvisadas con láminas y maderas, y que en las temporadas de lluvia se echan a perder. Tampoco sé mucho de economía, pero sí sé que el reparto de las riquezas no está funcionando, no como debería.

  Podría enumerar muchos otros problemas que a diario veo, pero creo que con eso basta para justificar porque no me gusta aquí. No hay la mínima posibilidad de que yo pueda solucionar algún problema de los que mencione, lo que yo hago no es suficiente, aunque quisiera, y por eso no tengo muchas esperanzas.

 
 

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