Helarte de vivir

El misterioso caso de la pera a media noche

/ por Beatricia Braque/

 

Me gustan las frutas verdes. Por verdes me refiero a las que no están completamente maduras, las que poseen una superficie un tanto rígida (cosa que por alguna razón [quizá puedo comenzar a intuir cuál] me resulta agradable). Además, está el factor sabor, es un poco más agrio que dulce, menos concentrado. Hace un par de días compré unas peras verdes y olvidé comerlas de inmediato. Sucedió algo completamente (in)esperado: se maduraron. Hacía muchísimos años que no comía una fruta tan madura. Normalmente cuando las encuentro así las dejo, prefiero que alguien más las coma, pero casi siempre se quedan en el frutero hasta que pasa lo inevitable. SE PUDREN.

  Mientras mordía esa pera incómodamente blanda, sumamente amarilla y más dulce que agria, me detuve a pensar si esa misma inmadurez que me resulta tan deseable es algo que reconozco en mí. Tal vez una forma inconsciente de considerar la madurez como un atributo negativo, que, vaya, también da mucho que pensar. Tanto he evitado madurar que he llegado al extremo de no consumir frutas maduras, no vaya a ser la de malas y al comerme una pera así de pronto me tome en serio mis obligaciones Y ME GRADÚE, por ejemplo. ¿Qué otras cosas terriblemente incómodas que odio también reconozco en mí mismx? Vaya, qué interesante que pretenda por medio de cuestionamientos baratos atacarme, descalificarme y hacer drama. Y sí, son muchas cosas, pero voy a ahorrarles unas 5 cuartillas de ejemplos de frutas agrias y duras y de porqué son las mejores y a contarles sobre la Epifanía que tuve al bajar en la madrugada a la cocina.

    Descubrí, gracias a una fruta medio aguada, una vida de resentimiento y muchas conversaciones por facebook chat, que cada vez que reconozco en alguien actitudes como las de una de las personas que más me han hecho daño, ataco. Cuando veo a alguien que poco inteligente, a alguien cerrado, que no escucha, que quiere imponer sus ideas sin lógica alguna “porque yo digo”, “porque así es” o alguien que no sabe comunicarse; ataco.

   Ataco porque me siento vulnerable. Lo he hecho durante tanto tiempo que, algunas veces, ya ni siquiera tengo que reconocer esas actitudes o siquiera una sola. A veces ataco por convivir, porque puedo, porque así soy, porque no me había detenido a pensar en que hago sentir a los demás lo mismo que me hizo sentir él. A veces ataco porque sé que con el disfraz del sarcasmo la mayoría de las personas no se sentirá agredida. Yo que me jacto de ser empática, sensible y feministoide, de saber escuchar y entender a los demás, los ataco a la menor provocación o sin provocación alguna.

   Por alguna razón siento que debo defenderme en todo momento, justificar constantemente mi existencia ante el mundo, y no hay mejor defensa que el ataque. Y (qué curioso) de lo que más me quejo en la vida es de los hombres, de por qué no pueden ser más empáticos, de por qué abusan de su fuerza, de por qué abusan del poder, de por qué violentan con sus actitudes. ¿Porque pueden, porque así ha sido siempre? Pero sobre todo me quejo de por qué les cuesta tanto reconocerlo y, por lo menos, intentar corregirlo. De pronto todas estas cosas que odio me resultan terriblemente familiares. No logro conciliarlas.

   ¿Qué hacer ahora que me reconozco mitad inmadura mitad monstruosa? Vigilarme muy de cerca. Hacer todo lo que esté en mi poder para no seguir lastimando a las personas que están a mi alrededor por culpa de mis heridas; madurar.

 
 

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