Condado

Creo en un solo dios, padre todopoderoso…

/ por Silvana Martínez/

 

A veces también me gustaría tener fe. Me haría la vida más fácil. Lo que quieren es la confianza ciega de esa mujer que pone una estampa en su barriga porque sabe que así el niño va a nacer bien, añoran el abandono del anciano que no quiere ir al hospital porque no le teme a la muerte y espera en calma, porque sabe que verá el rostro de dios. Eso es lo que quieren algunos: la fe del carretonero, la que no se hace preguntas porque no necesita las respuestas, ya lo sabe. La piden con sorna, con ironía, como quien dice ojalá fuera tonta porque las tontas sufren menos. Porque la fe aparenta ser ingenua, parece simple. De lejos es una mentira que trae paz a los creyentes, a esa gente simple que besa la mano a pederastas. La fe, una respuesta mágica para hacer más digerible el dolor, la injusticia, la muerte. Así parece de lejos.

  Pero la fe no está hecha de respuestas, sino de preguntas. Tener fe significa sentir un poco de paz siempre y mucha angustia a veces. Es algo de paranoia y un poco de esquizofrenia. Oír voces de vez en cuando y saber que quien habla es dios. Dios, dios. Es saber que un día ha de venir a juzgar a vivos y muertos y sentir el cuerpo frío porque yo también pequé, lo ofendí. Tener fe es llorar mucho. Llorar porque no entiendo, porque sé que nunca voy a entender y aun así creo y no entiendo, pero creo y me preguntan si estoy segura y digo que sí y sé que ese sí es verdadero y repito sí, amén. Tener fe es temblar antes de comulgar porque esa hostia consagrada no es un símbolo, no es un gesto ni una tradición, es dios. Es dios. Y tengo miedo, porque voy a recibir el cuerpo de dios y yo no soy nadie, pero sonrío mientras digo amén porque sé, aunque no entiendo, que es dios y que me perdona, amén. No importa que no entienda, porque sé. No es pan ni es vino, es dios. Es carne y sangre, y es de él. Con o sin mayúscula, eso es lo de menos porque es dios y no hay mayúscula que valga, no hay palabra en lengua humana que sea suficiente. Es dios, es quien me dio la fe. Porque esa no llega sola, a esa hay que buscarla, hay que pedirla y cuidarla. Pero cuando llega, cuando verdaderamente llega y se arraiga, nunca se va.

  Órale, no me lo hubiera esperado de ti. Algunos me miran desde arriba, aunque seguimos sentados, porque en sus ojos ya no soy igual, me convertí en un ser sencillo e ingenuo, en uno que prefiere vivir una ficción que aceptar la dureza de la realidad, uno cobarde. Y no lo dicen, pero yo lo escucho con más fuerza que si lo gritaran. Pobre. Y me tiemblan las manos y cambio de tema esperando que no me tiemble la voz. Miro al piso para no seguir viendo la lástima en sus caras. Cambio de tema y miro al piso porque tener fe es saber que la ira es pecado. Tener fe puede ser un tormento. Tener fe fue querer dejar de creer porque no tenía sentido, porque es magia, porque la iglesia, el papa, el vaticano, la pederastia, las cruzadas, porque el machismo, el patriarcado, la corrupción, la homosexualidad, porque podría llenar esta página de porques y no sería suficiente. Porque mi abuela lloró durante años, porque no fue justo, porque él no hizo nada, porque tuve miedo y nos dieron la espalda y cuando dijeron ‘perdón’ tuve que perdonar a quienes nos ofendieron, aunque no quería, aunque todavía no quiero. Tener fe fue cansarme, estar harta y asqueada de dolor, de coraje, de reclamos, dudas, vergüenza. Fue no querer creer porque era demasiado, porque me dolía y abrumaba que existiera un dios que conocía mi dolor, el de mi madre, el de mi padre y hermana y hermanos y el de todos y no hacía nada. No querer creer porque, a pesar de mi enojo, yo sabía que existía, que ahí seguía, ahí sigue, y seguirá. Fue llorar de rabia porque quise olvidarlo, quise negarlo y prefería dejar de creer que vivir odiando a un dios todopoderoso que me ignoraba. Y lo intenté porque eso parecía más fácil, pero no pude dejar de creer y tampoco pude odiarlo de veras.

  ¿Es neta? Pensé que eras, no sé, menos cerrada. A veces todavía lloro de rabia, pero ya no es igual. Lloro porque hablan como si supieran de lo que hablan, como si creer en el padre me hiciera cómplice del patriarcado, como si la vida fuera así de simple, como si todo fuera blanco y negro. Y lloro porque quiero explicarlo porque no entienden y no puedo porque yo tampoco entiendo, yo solo sé. Por eso creo que la fe no se pierde. De la fe nadie escapa, nunca. Lo que sí se pierde, mucho y muy fácil, es la esperanza. Esa es la que hace sonreír a los marginados y da serenidad a los que sufren, la que ayuda a dormir y morir en paz, porque hace de 59 bolitas amarradas un arma y un escudo, y de dos pedazos de tela bordada adentro de mi mochila una promesa de salvación. Esa esperanza, la de valientes e ingenuos, a veces se va. Yo la perdí hace muchos años y la recuperé hace no tantos, ¿pero la fe? Esa no se sacude, aunque quieras. Cuando sabes que dios existe sabes que no puede dejar de existir, aunque te confunda, aunque abrume, aunque duela.

  Todos creemos en algo, yo creo en muchas cosas y por eso creer no es suficiente, ya no. Significa muy poco. Decir creo en dios no basta, porque es demasiado y no puedo creer que sea una creencia. Es una verdad. Yo sé a dios; lo conozco, le hablo y me escucha, me habla y a veces lo ignoro, pero siempre lo oigo, aunque no quiera. La fe no es fácil y no es siempre divertida. Creer en el bien es creer en el mal. Porque si dios existe, lucifer también y ese no va con mayúscula porque yo sé que con eso no se juega. A veces la fe da miedo. Lo pienso demasiado y siento que ya perdí la razón, puede ser que sí, pero no importa. La fe me ha traído más preguntas que respuestas, más burlas que amigos, más lástima que respeto, pero me ha traído paz y silencio en un mundo que vive a gritos. Me ha traído fuerza y convicción, compasión. Me ha traído amor. La fe me ha hecho valiente. Quien cree que tener fe es tener respuestas, se engaña; quien pide fe deseando ingenuidad, no conoce la fe. Yo no digo nada, pero lo sé. No sabes lo que dices. Y cambio de tema.

 
 

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