Analectas

Una casa habitada por cincuenta años

/por Gabriel Wolfson/

 
 

Una casa habitada por cincuenta años. De techos altos y espacios amplios, cuatro cuartos, un baño, una enorme sala-comedor, una cocina, cinco armarios, un patio de servicio y un largo pasillo en forma de corchete. Elegida por estos rasgos, estas dimensiones, para ser habitada por cincuenta años, como si la densidad, la desmesura de los veintiséis millones de minutos de esos cincuenta años fuera a ser en efecto lo que habitará esa casa. Sin el como si, quitar el como si. Habitar una casa durante cincuenta años sin renunciar a nada de aquello que en algún momento de esos cincuenta años hubiera habitado la casa. Exceptuando lo perecedero, la materia de fácil putrefacción, las demás cosas que habitaron así fuera dos minutos la casa se quedarían el resto de los cincuenta años habitándola. Una factura de luz entra en la casa en octubre de 1962 y se le asigna un lugar para quedarse. Un haz persistente de luz solar da de lleno en una mesa hasta decolorarla y también se queda ahí, bajo la forma de la mesa nunca rebarnizada. Un frasco de miel, al vaciarse, será depósito de clavos, y otro de ligas, o chinchetas, o cintas de máquinas de escribir. Hay tres máquinas de escribir. Un lápiz se usa hasta que la navaja del sacapuntas choca con el cilindro de metal que protege la goma. Hay decenas de estos lápices sin cuerpo. Una maleta servirá para guardar otras más pequeñas, y una ya inservible, para guardar libretas. Hay libretas desde las de primeras letras, así que se puede trazar una historia personal de la caligrafía. Papelitos en que se anotó un teléfono, una cuenta, una frase ingeniosa, se sujetan con una liga, un broche o un alambre de los que cierran las bolsas de pan. Un horno eléctrico de metal, de unos cincuenta kilos, descansa sin función al fondo de un cuarto, pero un modular de los cincuenta con televisión y tocadiscos sirve para sostener la televisión en uso. Casi toda la ropa que ha entrado a la casa en cincuenta años sigue ahí, incluidas algunas prendas de personas que hubieran visitado la casa con frecuencia en algún momento de esos cincuenta años. En algunos casos, detrás de libreros, bajo sillones pesados, en un cuarto definitivamente clausurado por su saturación, el polvo de cincuenta años. Revistas. Revistas de ciencias, de cine, de futbol, beisbol, box, de política, de teatro, de historia, de fotografía, semanarios de los cincuenta, de los setenta, colecciones completas de revistas mensuales que duraron treinta años, ejemplares sueltos, números únicos, revistas escolares, de música, de crucigramas, ejemplares repetidos. Ordenadas en libreros junto a los libros, apiladas encima de los libreros, en el piso hasta llenar el armario más grande, encima del refrigerador, en la mesa del comedor, en dos de los tres escritorios. Pequeñas bolsas con credenciales de cincuenta años, con clips, con escudos, con dados impares, dentro de varios de los cajones disponibles en la casa. Cajas de zapatos con zapatos. Bolsas no tan pequeñas, o sobres de papel, con postales, calendarios, memorándums, listas, actas, cartas, dibujos, recortes de periódico. Dos binoculares, una Polaroid con caja e instructivo. Agendas, algunas usadas, otras vacías, al menos dos por cada uno de los cincuenta años. Cuadernos contables empleados como diarios o para redactar textos largos, libretas rayadas para anotar cuentas. Una grabadora de cinta magnetofónica, una cámara de súper 8, dos proyectores de súper 8. Una caja de zapatos conservada para guardar utensilios para reparar y editar cinta súper 8. Las facturas de distintos números telefónicos de cincuenta años. Una sola maquinilla de afeitar, útil durante cincuenta años. El polvo asentado, adecentado, domesticado de años ocupando todas las superficies excepto las zonas para sentarse y acostarse y aquellas, cada vez más limitadas, más cómodamente restringidas por donde se transitaba: un camino hecho no con trazos sino con borraduras, a su vez –por su progresiva reducción– un mapa de las áreas ya inaccesibles por su saturación. Un mapa no de espacio sino de tiempo. El necesario para desdibujar el pasillo como pasillo, el comedor como comedor, el cuarto como cuarto, todo una sola y misma disponibilidad para ser habitada por cincuenta años y sus decenas de sillas, sus cientos de broches, carteles, sobres, sus millones de motas de polvo, sus millones de letras. Una vida dedicada a habitar una casa, como si cada cosa hecha en esa vida fuera a la vez un minúsculo paso más en el largo, único y primordial proceso de habitarla. Como si el tiempo al fin pudiera efectivamente diluirse al transmutar en cosas dentro de una casa, como si se la pudiera habitar de manera absoluta.

 

 

 

*Foto tomada de internet. Todos los créditos correspondientes a la imagen que encabeza el texto.

 

 

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