Conciencia derramada

Tacos, nacos y agachados

/por Tania Rivera/

 

Hace unos días un amigo twitteó lo siguiente: “No se metan con Lady tacos de canasta, es más ícono nacional que Miguel Hidalgo” y, aunque a nuestro mexicanismo exacerbado resuelto a salir en las fechas patrias le moleste admitirlo, no puedo estar más de acuerdo con este sabio del reino del pajarito azul: nos guste o no, nuestra proximidad es mayor a esa vendedora ambulante de antojitos  que a ese cura de rostro severo siempre sosteniendo su estandarte de la Virgen de Guadalupe.

 

          México es una nación construida a partir de mártires y héroes —como bien mencionó nuestra no-primera dama cuando nos recordó a la incorruptible Leona Vicario—, pues después de la independencia era más sencillo subirnos a los hombros de gigantes inventados que fabricar la mexicanidad de la nada. Pero no se trata únicamente de que nos acercaran al cielo y nos equipararan con los países ya constituidos, sino que el mexicano tenía que pararse frente al mundo seguro de quién era. Por ello nos vestimos de los despojos que habían quedado después de la revolución del padre Hidalgo: nos sentimos indígenas amantes del maíz, el chile y el frijol; nos vestimos de manta y tomamos pulque; cantamos a Tonantzin y recibimos, amorosos, los rayos de Tonatiuh.

 

          Y aunque todo lo anterior puede hacer que se hinche el pecho de orgullo, en la práctica sabemos que estas palabras suelen quedar inmortalizadas en los grandes discursos oficiales y no trascender de allí. Es fácil hablar de los marginados siempre y cuando se queden circunscritos en la zona que les corresponde, incluso exaltar las cualidades de esta raza de bronce. Pero cuando a alguno se le ocurre acercarse al Centro Histórico de la Ciudad de los Palacios, termina con su medio de vida arrojado a la acera, como la ya mencionada Lady Tacos de Canasta o como aquella anciana vendedora de hierbas.

 

          “Hay que mantener el orden”, se excusa la policía, como si levantar 140 bicicletas de vendedores ambulantes en Polanco acabe con la corrupción y la injusticia en el país; como si no fueran ellos mismos los que levantan morritas para desaparecerlas en León; los mismos que demuestran su poder frente a los estudiantes, las mujeres víctimas de violencia, la madres de los desaparecidos…

 

          Ojalá las situaciones de discriminación en el país se limitaran al abuso de las autoridades, que aunque no deja de ser horroroso sería un mero ejemplo de la relación asimétrica de poder del que manda sobre los que obedecemos. Sin embargo, como nos dice Enrique Serna: “el mayor encanto de la discriminación consiste en practicarla veleidosamente, sin un criterio selectivo bien definido” (p. 747). Es decir, todos hemos actuado tan estúpidamente como los policías tirando tacos: hemos llamado naco a alguien, nos hemos burlado al ver a los indios en televisión y, si vemos a una marchanta o una artesana, le regateamos porque sabemos que no está en  posición para discutir.

 

          Al mismo tiempo que nos burlamos de los nacos y los indios por ser inferiores a nosotros, no les permitimos ascender, pues sentimos que es una traición a nuestra patria verlos volverse parte de la modernidad, del lujo, de cualquier aspecto que les haga salir de esa marginalidad a la que los relegamos. ¿No queremos ver gente hermosa y blanca en las revistas? ¿No nos burlamos de Yalitza por aparecer con un vestido de Louis Vuitton? ¿Y no esa misma gente aplaudió y corrió a comprar la ropa de Carolina Herrera por sus bordados “inspirados” en tejidos mexicanos o aquella “bolsa del mandado” de Zara de más de $600? La mexicanidad se vende, pero que no lucren nuestros artesanos con ella, eso queda en manos de las marcas extranjeras; pues si bien éstas se disculparon, no deja de evidenciar cómo es que las esferas poderosas toman de los nacos y agachados todo lo valioso que tienen.

 

          En este país no hemos superado el sistema de castas colonial. Nos esforzamos en demostrar que no somos prietos como Bárbara de Regil y al que tiene tez más oscura le recordamos su lugar: “el naco ha sido víctima de un doble lenguaje: de dientes para afuera sus patrones lo quieren mucho, pero cada vez que intenta levantar la cabeza le dan un madrazo para que se vuelva a agachar” (Serna, 754). En México los morenos, nacos e indios deben vivir agachados porque, si no, ofenden, afean la hermosa ciudad que impactó a Humboldt. Y que no se les olvide cantar, porque Pepe el Toro nos enseñó que la pobreza es pintoresca, porque el de los pobres es el reino de los cielos.

 

          Y a pesar de todas estas brechas que se esfuerzan por mantener, estos intentos de recordarnos continuamente nuestras diferencias —ya que a nadie le gusta admitir que es similar al pobre—,  yo sostengo lo que dije en un principio: ver los tacos de canasta regados en el piso, o ver el llanto de la mujer a quien le quitaron sus hierbas, debería causarnos más sentimiento que escuchar la campana en El Grito. Sería bueno bajarnos de los hombros de nuestros héroes patrios, aunque fuera un ratito, para dejar de propinar madrazos que hagan a alguien agacharse.

 

Referencias: 
Serna, E. (2001). “El naco en el país de las castas”. En Brushwood, J., Escalante, E., Lara Zavala, H., Patán, F. (Selección). Ensayo literario mexicano. (pp.747-754). México: UNAM, Universidad Veracruzana y Editorial Aldus. (Trabajo original publicado en 1997).

 

 

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