Lengua desenvuelta

La trampa detrás

/por Valeria Enríquez/

 

Finalmente son vacaciones. Me dispongo a ser una persona productiva –lo que sea que eso signifique. Planeo todo lo que quiero leer, hacer, aprender. Han pasado algunas semanas. El resultado, no hay resultado. La ansiedad que había contenido, gritado en el silencio de mi habitación, se abre camino para ver la luz. Me siento sin ganas o con tanta energía que no soy capaz de sentarme para siquiera iniciar algo. Siento o nada de apetito o la constante necesidad de estar masticando algo. Me obligo a levantarme de la cama en las mañanas y a acostarme en ella por las noches.

 

          Ahora que no hay obligaciones escolares, son pocos los mensajes que recibo, pocos los “¿cómo estás?” que aparecen en la barra de notificaciones de mi celular e incluso más pocos los que son sinceros, los que se preguntan con intención de recibir otra respuesta que el típico bien. La mayor parte del tiempo solo los veo, los admiro como se admira la cuenta regresiva de una bomba a punto de estallar. ¿Qué responder?

 

Estoy…

 

         No puedo decirlo, lo que sea que diga será seguramente una mentira, porque no se me permite sentirme de otra forma que bien. 

 

          “Estás a punto de irte de intercambio, debes sentirte feliz por eso”, “nadie en tu familia ha fallecido por el covid, deberías estar agradecida”, “mira todo lo que has conseguido, la gente ve tu potencial, deberías sentirte realizada”.

 

Deberías, deberías, deberías…

 

       Algunos años atrás hablaba con un desconocido por una aplicación para aprender idiomas. Hace una pregunta “interesante”, según él –sinceramente no recuerdo sobre qué era. Yo respondo. Hablamos un rato más sobre ese tema. Siento que la conversación está por acabar y, en un intento desesperado por evitar que eso ocurra, pregunto “How are you?”, ¿cómo estás? Él contestó, algo molesto, una frase parecida a “oh no, creí que esto iba a ser diferente, pero ya comenzaste con las preguntas superficiales”. Me siento un poco ofendida y lo único que logro decir es “Solo intentaba ser amable”. El mensaje se marca como leído. Había terminado de matar la conversación. 

 

       El suceso me atormenta por algunos días. ¿Cuál era su problema? ¿Por qué tanto enojo por una simple pregunta? La respuesta llega a mí años después. Él comprendía algo que yo no –al menos no hasta hace poco–, él veía la trampa que hay detrás de esa “inofensiva” pregunta: una obligación, una mentira, un arma de doble filo.

 

       Esa pregunta es una cuerda floja que se debe de transitar con cuidado, pensar cómo equilibrar el peso de tu ser antes de dar el siguiente paso, elegir si retroceder o avanzar, todo con suma planeación. Hay dos opciones, avanzar sin cautela confiando en la cuerda debajo o saber que toda cuerda es traicionera. Nunca terminamos de conocer a las personas, incluso con una pregunta tan “sencilla”, uno debe de pensar dos veces antes de responder y, al final, la opción siempre será la que asegure tu supervivencia sobre la cuerda.

 

Porque cuando alguien nos pregunta “¿cómo estás?”, estamos obligados a contestar estoy bien.

 

          No hay otra respuesta posible, si se da una que no es esa, viene otra pregunta después: ¿todo bien?, ¿pasó algo?, ¿por qué? Siempre debe de existir un motivo para no estar bien, no puedes sentirte algo más –o menos– que feliz sin razón alguna.  Las personas no hacen esas preguntas cuando respondes bien porque para estarlo no hay una razón aparente. Mientras crecemos nos hacen creer que nuestro estado natural es ser feliz, cualquier otra emoción –incluso la euforia– no se genera naturalmente y, en algunas ocasiones, se nos hace sentir que son, incluso, antinaturales.

 

          ¿Cuántas veces, cuando contestas bien a esa pregunta, has recibido un “¿por qué?” como respuesta? La gente no cuestiona la felicidad, el estar bien, porque es algo que es. Las demás emociones son pasajeras, finitas, banales, pero no el estar bien, no la alegría, esa simplemente existe porque debe de hacerlo. Eso nos han dicho, a eso apuntan estas contestaciones. Lo normal es lo feliz. Como si existiera un “normal” en el mundo. Podemos sacar promedios, un aproximado, pero jamás se alcanzará una homogeneización completa, un “normal” absoluto. No somos máquinas y, aunque lo intenten, no nos producen en serie.

 

         Dicen que como piensas, hablas y en la mayoría de los casos, es cierto. Nuestras construcciones lingüísticas no hacen más que mostrar nuestras creencias más arraigadas, y es que estamos tan habituados a ellas que no lo vemos. 

 

         He estado frustrada, triste, desganada, enojada; he tenido mucho miedo. Pero no puedo decir nada de eso, porque no tengo razones para estarlo. Todo va bien, mi mundo está “bien”, no hay manera de que yo no lo esté y, aun así, heme aquí, con un sentimiento asfixiante en el pecho que no me permite salir de mi habitación. Pero ¡ey, estoy bien!, porque es lo único que puedo y debo estar. 

 

 

Imagen tomada de Internet.

 

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