La neta del planeta

A puerta cerrada

/por Mapi Díaz/

 

La primera vez que me enteré de la menstruación fue a los 12 años en un viaje familiar. Cuando me bajé la ropa interior había una mancha negra. Le grité a mi mamá. Ella se empezó a reír y me dijo: “ya no eres una niña, cariño”. Se salió del baño y fue por algo a su maleta. Trajo un artefacto mágico de nombre poco cotidiano: “toalla sanitaria”. Era enorme, de algodón y con empaque rosado. Me enseñó a ponerla. Después explicó que mi cuerpo iría cambiando, que la mancha era sangre seca y que una vez al mes me llegaría la famosa “regla”.

 

          Ese día no sentí nada, no me dolió ni tuve ningún cólico. Mucho menos sentía que ya fuera una “señorita”. Yo seguía siendo la misma niña que amaba a los Jonas Brothers. Para mí la menstruación no tenía ninguna importancia, pero mi madre le hacía fiesta, le contó a todas mis tías y a mi abuela. Pensé que debía hacer lo mismo. Busqué a mi hermano y cuando estaba a punto de contarle mi madre me agarró de la mano para decirme que ningún hombre podía saber de mi regla, que no era correcto. Cuando le pregunté el porqué,  dijo “las damitas no hablan de cosas íntimas, la regla es un secreto de mujeres”.

 

          Mi primer periodo duró 4 días pero yo sentí que fue toda una eternidad. Después lo esperaba molesta. Mi temperamento cambiaba de la noche a la mañana, odiaba a todos, lloraba por todo y comía muchísimo. Lo peor era que tenía que ocultárselo a mi hermano, el hombre con el que convivía 24/7 y con quien jugaba todos los días. Mi mejor amigo. Él no entendía por qué lloraba o por qué siempre me dolía el estómago y cuando comenzaron a crecerme los senos se separó. Ya no podíamos jugar a las luchitas porque estaba de mal humor o porque el pecho me dolía. Para él me volví aburrida, pero para mi mamá me convertí en una “guapa señorita”.

 

        Un día escuché que unas amigas platicaban de su primera menstruación. Me acerqué  para compartir mi anécdota pero una maestra nos escuchó y nos llevó a la dirección para hablar seriamente. Al igual que mi madre, la profesora y directora dijeron que esos “asuntos” eran “cosas de niñas” y que “no estaba bien” que un hombre supiera de ellos. Nos hicieron prometer que jamás hablaríamos del tema.

 

         Entré a secundaria, donde por primera vez tuve una clase de sexualidad y anatomía. Nos separaron en dos salones: uno de niños y otro de niñas. La profesora dijo cosas básicas, que nuestras familias ya nos habían dicho:  “Una vez al mes llega el periodo”, “no es sano tener relaciones sexuales antes del matrimonio porque pueden  embarazarse”, “el órgano reproductor masculino se llama pene”, “los senos les crecerán y la cadera se ensanchará”. Realmente fue una clase escueta que no contestó mis preguntas ni me hizo cuestionarme. No tenía nada de información, no sabía las partes de mi vagina ni mucho menos conocía la anatomía del hombre. 

 

          En la preparatoria las cosas fueron cambiando. Ya tenía más experiencia con la menstruación, sabía qué hacer cuando se manchaba mi ropa interior o cuando tenía dolor. Pero las burlas y comentarios machistas me hacían sentir mal. Me daba miedo menstruar porque los pubertos de mi escuela lo veían como algo grotesco. Mis amigas y yo nos protegíamos las espaldas y encontrábamos la manera de ocultar las toallas. Volví a tener clases de sexualidad, nos separaron por género, y tenía un montón de preguntas que nunca contestaron. Como en la secundaria, me dieron información básica y censurada.

 

          Yo quería saber por qué los hombres le tenían tanto asco a la menstruación, por qué tenía que ocultarla, si ellos tenían algo similar que pasara por su cuerpo o su cabeza y por qué solo las no-vírgenes podían usar tampones. Quería información; me urgía conocer mi vagina, la sangre de mi regla y los diferentes métodos para retenerla.

 

         Conforme fui creciendo me di cuenta que la mayoría de las personas veían el tema como algo inapropiado. Como un evento que debía de pasar a puerta cerrada y aquella que hablara del tema era una cochina. La realidad es que la menstruación es común,  y debería sentirse cómoda. El cuerpo tiene sus funciones y su  manera de decir que sigue vivo. Así que repitamos todos: la menstruación es un evento normal, cotidiano y cero asqueroso. Los tampones no te hacen perder la virginidad ni son exclusivos para quienes han comenzado su vida sexual.

 

          En mi opinión, se debe cambiar la educación, tanto la académica como la que se da en casa. Así, comprar toallas sanitarias no daría pena y manchar la ropa no daría asco. Si se le dijera a niños de ambos sexos qué pasa con su cuerpo, cómo se debe actuar ante los cambios y, más importante, si se les dieran clases de sexualidad sin tapujos, su desarrollo sería diferente; ya no tendrían que acudir a la pornografía, donde se representa a la mujer como un juguete sexual, un artefacto de plástico sin sentimientos, decisiones ni menstruación. También las mujeres tendrían más libertad sobre su sexo, no les daría miedo la masturbación femenina ni mucho menos la regla.

 

 

 

 

Imagen: Sydney Casanova

IG@sunnysyde

 

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